Deconstrucción de la izquierda posmoderna

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Shaiapouf
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Deconstrucción de la izquierda posmoderna

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Adriano Erriguel

Adriano Erriguel nos gratifica con nuevas y apasionantes reflexiones sobre la sociedad contemporáneas. Esta vez es una serie de siete entregas que se publicarán cada viernes.

Toda lucha por la hegemonía política comienza por una definición del enemigo. Pero siendo la política el ámbito por excelencia del antagonismo, está claro que esas definiciones nunca pueden ser neutrales. No estamos aquí en el campo de la probidad intelectual, ni en el de las pautas verificables de objetividad y precisión. Toda lucha política aspira a movilizar un capital emocional, se apoya en recursos retóricos, intenta arrastrar al antagonista hacia un terreno de juego amañado. En esa tesitura, aquél que determina los códigos lingüísticos ha ganado la partida. No en vano, la hegemonía consiste precisamente en eso: en un juego. O más exactamente, en juegos de lenguaje.

El pensamiento hegemónico de nuestros días – todo eso que el politólogo norteamericano John Fonte bautizaba hace años como progresismo transnacional – ha impuesto de forma aplastante su definición del enemigo. Todo aquél que se enfrente a su visión mesiánica del futuro – un mundo postnacional de ciudadanía global, en el que una gobernanza mundial irá desplazando a las soberanías nacionales – se verá inmediatamente tildado de reaccionario, de ultraconservador o de populista, cuando no de algo peor.[1]

Caben pocas dudas: en el debate público actual casi todas las cartas están marcadas. Si bien el lenguaje nunca es neutral, hoy está más trucado que nunca. Pocos diagnósticos más erróneos – entre los formulados en el siglo XX– que aquél que profetizaba el “fin de las ideologías”. Hoy la ideología está por todas partes. La prueba es que asistimos a la imposición de un lenguaje extremadamente ideologizado, si bien de forma subrepticia y con el noble aval de poderes e instituciones.

¿Un lenguaje ideologizado? Aunque por su omnipresencia parezca invisible, ese lenguaje existe y es el instrumento de una sociedad de control. El control comienza siempre por el uso de las palabras.

¿Qué tipo de palabras? ¿Cómo se organizan?

Si intentamos una clasificación somera podemos distinguir varias categorías. Por ejemplo: las palabras–trampa, aquellas que tienen un sentido reasignado o usurpado (“tolerancia”, “diversidad”, “inclusión”, “solidaridad”, “compromiso”, “respeto”); las palabras–fetiche, promocionadas como objetos de adoración (“sin papeles”, “nómada”, “activista”, “indignado”, “mestizaje”, “las víctimas”, “los otros”); los términos institucionales, santo y seña de la superclase global (“gobernanza”, “transparencia, “empoderamiento” “perspectiva de género”); los hallazgos de la corrección política (“zonas seguras”, “acción afirmativa”, “antiespecista”, “animalista”, “vegano”); los idiolectos universitarios con pretensiones científicas (“constructo social”, “heteropatriarcal”, “interseccionalidad”, “cisgénero”, “racializar”, “subalternidad”); los eufemismos destinados a suavizar verdades incómodas: “flexibilidad” y “movilidad” (para endulzar la precariedad laboral), “reformas” (para designar los recortes sociales), “humanitario” (para acompañar un intervención militar), “filántropo” (más simpático que “especulador internacional”), “reasignación de género” (más sofisticado que “cambio de sexo”), “interrupción voluntaria del embarazo” (menos brutal que “aborto”), “post–verdad” (dícese de la información que no sigue la línea oficial).

Especial protagonismo tienen las “palabras policía” (George Orwell las llamaba blanket words) que cumplen la función de paralizar o aterrorizar al oponente (“problemático”, “reaccionario”, “nauseabundo”, “ultraconservador”, “racista”, “sexista”, “fascista”). Destaca aquí el lenguaje de las “fobias” (“xenofobia” “homofobia”, “transfobia”, “serofobia”, etcétera) que busca convertir en patologías todos aquellos pensamientos que choquen con el código de valores dominantes (pensamientos que, inevitablemente, formarán parte de un “discurso de odio”). Sin olvidar las palabras–tabú: aquellas que denotan realidades arcaicas, inconvenientes y peligrosas (“patria”, “raza”, “pueblo”, “frontera”, “civilización”, “decadencia”, “feminidad”, “virilidad”). [2]

La “Nuevalengua” (Newspeak) de la corrección política tiene dos características: 1) se transmite de forma viral por el mainstream mediático 2) su utilización funciona como un código o “aval” de conformidad con la ideología dominante. El objetivo de la Nuevalengua– como Orwell demostró en “1984”– es determinar los límites de lo pensable. Por eso la hegemonía construye su propio vocabulario, decide sobre sus significados y se atribuye el monopolio de la palabra legítima. De esta forma, cualquier atisbo de rebelión contra el “pensamiento único” se encuentra, ya de entrada, “encastrado” en el campo semántico del enemigo.

Pero ¿qué enemigo?

Los objetores al pensamiento único necesitan definir a qué se enfrentan aquí. Y como estamos hablando de relaciones de antagonismo, la definición, lejos de ser neutral, debe contener un elemento peyorativo que asegure su eficacia política. Los objetores al pensamiento único deben construir su propio campo semántico, deben aprender a jugar los juegos de lenguaje.



¿Quién manda aquí?

En los estudios sobre filosofía del lenguaje es un lugar común citar un famoso pasaje de “Alicia a través del espejo”, de Lewis Carroll. Recordemos el episodio. Alicia dialoga con Humpty Dumpty, el grotesco personaje con forma de huevo, criatura del folklore inglés. En un momento dado, Humpty Dumpty utiliza palabras con un significado aparentemente ajeno al contenido de la conversación. Cuando Alicia se lo reprocha, el diálogo sigue de la siguiente forma:

– “Cuando yo uso una palabra – dijo Humpty Dumpty en un tono desdeñoso – quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos.

– la cuestión – insistió Alicia – es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

– la cuestión – zanjó Humpty Dumpty – es saber quién es el que manda…, eso es todo”.

En su fabulación, Lewis Carroll capturaba de forma sencilla algo que, años más tarde, se convertiría en el gran campo de minas de la filosofía posmoderna: el cuestionamiento de la idea de significado, el desafío a las teorías tradicionales del lenguaje y de la cultura, el post–estructuralismo y la deconstrucción. Básicamente, lo que los filósofos del lenguaje venían a decir – en la línea de Wittgenstein y de Humpty Dumpty – era que el lenguaje se constituye en una serie de “juegos”, y que los enunciados o declaraciones se agrupan en tipologías diferentes que dependen de reglas compartidas y producen una relación entre los hablantes, de la misma forma en que los juegos requieren reglas y generan una relación entre los jugadores. En ese sentido los diálogos pueden ser vistos como una “sucesión de maniobras”: “hablar es luchar” en el sentido de “jugar”. La conclusión esencial de todo esto es que “al ganar una ronda, al replicar de forma inesperada, al alterar los términos del debate, al disentir frente a la posición dominante, podemos alterar las relaciones de poder, aunque sea de forma imperceptible”.[3]

La cuestión es saber quién manda. Aquél de los jugadores que acepte como propio el campo semántico del enemigo, o que maneje un código lingüístico obsoleto, está perdido de antemano.

La lucha por el lenguaje forma parte de un gran fenómeno posmoderno: las guerras culturales.



El Gran Juego

Nuestra aldea global está inmersa en un “gran juego”. Ese juego puede definirse acudiendo a un concepto nacido en el mundo anglosajón: las “guerras culturales”. Lo que ese concepto quiere decir es que la política ha desbordado el ámbito estricto de las doctrinas políticas y los programas electorales. Hoy más que nunca – como lo vio Gramsci hace casi un siglo– todo es política. Tradicionalmente es la izquierda la que mejor lo ha comprendido, y por eso lo ha politizado absolutamente todo: el lenguaje por supuesto, pero muy especialmente todo aquello que atañe a la vida privada y a los aspectos más íntimos de la persona. En la parte que le toca, la derecha – inspirada en los principios del liberalismo clásico – abandonó la vida privada al albedrío de cada individuo y se centró en la gestión de la economía. Una derecha gestionaria frente a una izquierda de valores: esa ha sido – grosso modo y simplificando mucho – la situación durante las últimas décadas. Pero algo ha cambiado en los últimos años. El primer resultado tangible de ese cambio se ha visto en los Estados Unidos, el laboratorio principal de esa “izquierda de valores” que sigue constituyendo, hoy por hoy, el pensamiento hegemónico.

Los meses que precedieron a la victoria de Trump en noviembre 2016 no fueron una campaña electoral al uso, sino más bien la culminación de una “guerra cultural” que se venía librando desde hacía años. Más allá de las estridencias del personaje, lo importante de Trump es el fenómeno social y cultural que representa, y que hizo posible la incubación de este inesperado terremoto político. Lo que ocurrió fue que, ante la dictadura de la corrección política, las fuerzas disidentes habían empezado a construir su propio campo semántico, a quebrar el “marco” lingüístico definido por el enemigo.

Las “guerras culturales” se configuran como un concepto clave para los años venideros. La vieja derecha – la llamada derecha “civilizada”– con su discurso legalista y tecnocrático se encuentra en este terreno completamente perdida. Confiada en el fondo en su superioridad intelectual (acreditada, a su juicio, por la gestión económica) esa derecha se limita a asumir como propias las cruzadas culturales definidas desde la izquierda, transcurridos (eso sí) los plazos preventivos de aclimatación. La razón de fondo es que, en realidad, esa derecha asume el mismo marco mental que la izquierda: la historia tiene un “sentido” que sigue el curso del progreso.

Pero volvemos a la pregunta anterior. Para los disidentes frente al pensamiento hegemónico: ¿cómo definir al enemigo?

La cosa se complica tras la irrupción, durante los últimos años, de un nuevo elemento: una izquierda populista estimulada por la crisis financiera de 2008. En realidad, esto no constituye ninguna sorpresa. La llegada del populismo de izquierdas se ha visto preparada, durante las últimas décadas, por el aplastante predominio – en los ámbitos cultural, académico y mediático– de la izquierda posmoderna. Existe una relación de continuidad entre los nuevos movimientos de izquierda (llámense populistas, radicales, de extrema izquierda o como se quiera) y la izquierda posmoderna. Ambos comparten los mismos dogmas, el mismo sustrato cultural, la misma mitología progresista. Ambos son el ecosistema natural de la “corrección política”. Ambos son coetáneos del período de máxima expansión del neoliberalismo (una coincidencia nada casual a la que nos referiremos más tarde). Para calificar al pensamiento de esa izquierda posmoderna algunos utilizan el término de “marxismo cultural”. Para calificar a esa izquierda populista muchos continúan refiriéndose al comunismo o al “neo–comunismo”, como si éste fuera una amenaza real, como si éste tuviese la capacidad de reproducir la experiencia totalitaria del siglo XX.

Pero estas definiciones responden a categorías obsoletas. No nos encontramos aquí frente a “marxismo cultural”, ni frente al “marxismo” a secas, ni mucho menos frente al comunismo. Todo lo contrario. La izquierda posmoderna –y esta es la tesis central que defenderemos en estas páginas– tiene muy poco de marxista y sí mucho de neoliberalismo cultural puro y duro.

Pero eso es algo que a primera vista no parece tan claro. Es muy cierto que la izquierda radical usa y abusa de una retórica “retro” (el “antifascismo” en primer lugar) y reclama para sí el patrimonio moral de las luchas “progresistas” del pasado. Pero con ello lo único que hace es parasitar una épica revolucionaria que no le corresponde. En realidad, la apuesta ideológica de la izquierda en todas sus variedades (desde la socialdemócrata hasta la más radical o populista) se inscribe de facto en la agenda de la globalización neoliberal. Y si su pensamiento es a veces calificado como “marxismo cultural”, ello obedece al peso del viejo lenguaje, así como a la rutina mental de la derecha habituada a categorizar como “comunista” todo lo que no le gusta.

Pero no, no nos encontramos en vísperas de un “asalto a los cielos” leninista, ni en el de una socialización de los medios de producción, ni en el de una dictadura del proletariado. Todo lo contrario: el escenario es el de la dictadura de una “superclase” (overclass) mundializada, apoyada en técnicas de “gobernanza” posdemocrática. Un escenario en el que la izquierda radical ejerce las funciones de acelerador y comparsa, preparando el clima cultural propicio a todas las huidas hacia adelante de la civilización liberal. Frente a los desafectos, la izquierda radical asegura – con su celo vigilante e histeria correctista– una función intimidatoria y represora que adquiere tintes parapoliciales. Tareas todas ellas perfectamente homologadas por el sistema.

¿De dónde vienen, pues, los equívocos? En el mundo de las ideas no hay blancos y negros. El vocabulario actual de la corrección política se nutre, sin ninguna duda, de una incubación en el posmarxismo de la Escuela de Frankfurt y sus epígonos. Ahí está el origen de un malentendido – el pretendido carácter “marxista” de la ideología hoy dominante – que la guerra cultural anti–mundialista debería deshacer de una vez por todas, si quisiera asumir una definición eficaz del enemigo.

Conviene para ello hacer un poco de historia.



Los auténticos enterradores del marxismo

Suele pensarse que el fin del marxismo como ideología política tuvo lugar en 1989, con la caída del “socialismo real” y el derrumbe de la URSS. Pero lo cierto es que el marxismo había sido enterrado muchos años antes, y que bastantes de sus enterradores pasaban por ser discípulos de Marx.

En realidad, el acontecimiento que supuso el canto de cisne del marxismo fue la revolución de mayo 1968, el momento en que el movimiento obrero fue desplazado por un sucedáneo: el “gauchismo” liberal–libertario.[4] Pero la epifanía progre de los estudiantes de París y de Berkeley había sido prefigurada – con varias décadas de antelación – por el corpus teórico (también llamado “teoría crítica”) de la “Escuela de Frankfurt”. Fueron los intelectuales del “Instituto para la Investigación Social” fundado en 1923 en esa ciudad alemana los que provocaron, desde dentro, la implosión del marxismo. Muchas de las ideas y temas impulsados por esos intelectuales se encuentran en el origen de los condensados ideológicos que hoy conforman la ideología mundialista.



Desde sus primeros años y durante su etapa de exilio en los Estados Unidos, la Escuela de Frankfurt arrumbó en el desván de la historia el dogma central del marxismo ortodoxo: el determinismo económico, la idea de que son las condiciones materiales y los medios de producción (la infraestructura) los que determinan el curso de la historia, la visión fatalista de un triunfo inevitable del socialismo. Lo que a los intelectuales de Frankfurt les interesaba era la acción sobre la “superestructura”, puesto que son las condiciones culturales – más que la economía – las que determinan la reificación y la alienación de los seres humanos. Algo que Georg Lukács ya apuntaba en “Historia y conciencia de clase” (1923), la obra fundadora del marxismo occidental. No en vano todas las luminarias de la escuela – Max Horkheimer, Theodor Adorno, Erich Fromm, Herbert Marcuse – se centrarían casi exclusivamente en la crítica cultural, dejando de un lado las cuestiones económicas. Lo cual nos lleva al segundo golpe – todavía más letal – que la escuela de Frankfurt iba a propinar al marxismo ortodoxo.

Al centrar sus denuncias en la reificación y la alienación de los seres humanos – y no en las condiciones económicas de explotación capitalista– estos intelectuales desplazaban el fin último de la transformación social: ésta ya no se reduciría a la abolición de las injusticias sociales, sino que se centraría en la eliminación de las causas psicológicas, culturales y antropológicas de la infelicidad humana. En esa línea, estos autores se esforzarían en establecer pasarelas entre el materialismo histórico y pensadores ajenos a esa tradición, tales como Freud (es el llamado “freudo–marxismo”) o – en un improbable ejercicio de malabarismo intelectual – el mismísimo Nietzsche. En realidad, la escuela de Frankfurt es un abigarrado taller de herramientas intelectuales donde se puede encontrar un poco de todo: las intuiciones más brillantes se codean con las amalgamas más precarias, y una crítica extremadamente perspicaz de la modernidad y sus condiciones de desenvolvimiento se ve mezclada con un empecinamiento utópico abocado al dogmatismo. Todo ello bañado en una atmósfera de virtuosismo y de elitismo intelectual que sellaba el extrañamiento definitivo entre los “intelectuales orgánicos” y la gente corriente. O lo que es decir, entre la intelligentsia progresista y el pueblo.



Cosmópolis utópica

La escuela de Frankfurt ofrece una gran paradoja: partiendo del marxismo – o más bien, de una interpretación “humanista” de la obra del “joven Marx” – sus teóricos preparaban el terreno para la ideología orgánica de la globalización neoliberal. El primer puente entre ambos mundos tiene mucho que ver con el fetiche ideológico de estos intelectuales: la idea de utopía. Para la escuela de Frankfurt, la utopía no es un “día delJuicio” o fin de la historia en el sentido marxista – el advenimiento de una sociedad sin clases –, sino que, insuflando una nota de realismo, admiten que si bien nunca alcanzaremos la Salvación o Redención final, el mantenimiento del Ideal – el sueño de la Redención – es un bien en sí mismo, puesto que nos impele a una mejora indefinida de la Humanidad. Es el “principio esperanza” definido por el filósofo Ernst Bloch. Bajo el baremo implacable de la Utopía, el presente se ve así sometido a una acusación perpetua, se ve impelido a avanzar por la senda del cosmopolitismo y de la “tolerancia” en pos del (siempre distante) espejismo utópico. Pero no se trata aquí de una utopía colectivista del tipo de la “sociedad comunista” del marxismo clásico. Desde el momento en que se vincula a una idea de “felicidad” personal, la utopía frankfurtiana concierne sobre todo al individuo. Lo que nos conduce al segundo gran puente con el neoliberalismo.

Que la “felicidad” como reivindicación individual es un viejo fetiche del liberalismo, es algo que no requiere grandes demostraciones. Basta con leerlo en la Constitución de los Estados Unidos. La aportación de la Escuela de Frankfurt consistió en encauzar hacia esa reivindicación una parte del capital teórico del marxismo, remodelándolo como una especie de filosofía “humanista” y relegando sus enfoques de clase y sus aspiraciones revolucionarias. La llave maestra para ello consistió en el descubrimiento del “joven Marx” – el de los “Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844”– con sus “inclinaciones utópicas y su visión de un hombre nuevo y liberado del egotismo, de la crueldad y de la alienación. La revolución contra el capitalismo se sustituyó por algo parecido a un intento de transformación de la condición humana. El socialismo pasaba así a identificarse con una forma de tratar a la gente, más que con un modelo institucional y político”.[5] Aquí se consuma el auténtico entierro del marxismo.

Frente a las categorías materialistas y positivistas del marxismo – empeñadas en una analogía con las ciencias naturales –, la “Escuela de Frankfurt” enfatizaba los elementos éticos, subjetivos e individuales de la “teoría crítica”, de forma que ésta se configuraba como una teoría general de la transformación social, a su vez espoleada por un deseo de “liberación” entendida en sentido individual. La “liberación” y la “emancipación” eclipsaban así el objetivo de la revolución y se fundían en el horizonte utópico de una “felicidad” orientada al desarrollo personal. No es extraño que Wilhelm Reich – con sus trabajos sobre sexología– o Erich Fromm – con obras como “El concepto de hombre en Marx”– alcanzaran gran popularidad y fueran ampliamente leídos en los medios radicales norteamericanos.



¿Qué quedaba entonces del marxismo? Una retórica, una jerga académica, una dialéctica opresores/oprimidos, una cáscara de romanticismo subversivo al servicio del único sistema que, de hecho, hace tangible ese grial utópico de la “liberación” individual indefinida: el liberalismo libertario en lo cultural, el neoliberalismo en lo económico; lo que es decir: el capitalismo en su estadio final de desarrollo.



Del posmarxismo al neoliberalismo

La primera regla de la guerra cultural es saber leer al enemigo. El legado de la escuela de Frankfurt es demasiado rico como para ser arrojado en el cómodo saco del “marxismo cultural”; de hecho, buena parte de sus postulados admiten una lectura “de derecha”. El caso más evidente – e interesante – es la perspectiva “antiprogresista” desarrollada por una parte de esta escuela.

Una de las paradojas de la teoría frankfurtiana consiste en su crítica sistemática de la modernidad. En realidad, se trata de la única crítica de la modernidad y de la idea de “progreso” que haya sido formulada desde la izquierda, o al menos desde una tradición no conservadora o no reaccionaria. Posiblemente sea también la más brillante de las realizadas hasta la fecha. La experiencia de Auschwitz y la consiguiente ruina del optimismo progresista son las bases sobre las que se construye la obra seminal de Max Horkheimer y Theodor Adorno: “Dialéctica de la Ilustración”. En esa obra, lo que ambos autores vienen a decir es que, después de todo, tal vez el precio a pagar por “el progreso” sea demasiado alto, y que los ideales racionalistas, cuando son absolutizados, revierten en su opuesto: en un nuevo irracionalismo. En su enfoque crítico sobre la Ilustración, ambos autores rechazan la narrativa tradicional que se focalizaba sobre la evolución de las instituciones, las ideas políticas o el progreso tecnológico, y se centran en una crítica antropológica: los daños causados por el despliegue de la razón instrumental en una sociedad totalmente administrada, con sus corolarios de reificación y alienación de la persona. Desde esa perspectiva, el panorama de la modernidad y del progreso podía ser muy sombrío. Hay por lo tanto en la Escuela de Frankfurt una apertura hacia un cierto conservadurismo cultural.[6] No en vano Horkheimer señalaba que, así como hay cosas que deben ser transformadas, hay otras que deben ser preservadas, y que un verdadero revolucionario está más cerca de un verdadero conservador que de un fascista o de un comunista.

Pero aceptadas estas premisas, la diferencia con una auténtica “crítica de derecha” es clara: allí donde ésta hubiera puesto el énfasis en la denuncia de la uniformización cultural, el desarraigo identitario y la ruptura del vínculo comunitario (fenómenos todos ellos impulsados por la modernidad), Horkheimer y Adorno tienen un enfoque individualista: la denuncia de la pérdida de “autonomía” personal, el rechazo a los “procesos de dominación” que afligen al individuo. Sea como fuere, la crítica frankfurtiana a la modernidad sigue siendo una píldora dura de tragar para la vulgata progresista y el “pensamiento positivo” de nuestra época. Por eso mismo continúa siendo una aportación insoslayable para todos aquellos que, ya sea desde la derecha o desde la izquierda, desean acometer una deconstrucción teórica de la modernidad, la Ilustración y el “progreso”.

Pero el genio del liberalismo consiste en su capacidad para absorber todas las críticas, su habilidad para transformarlas en “oposición controlada”. El éxito de la “teoría crítica” frankfurtiana marcó su integración en las instituciones, algo que los propios Horkheimer y Adorno habían ya previsto cuando señalaban que, en la medida en que una obra gana en popularidad, su impulso radical se ve integrado dentro del sistema. El liberalismo desechó la parte más auténticamente subversiva de la Escuela de Frankfurt – la crítica de la razón instrumental, el análisis sobre la desacralización del mundo, la reivindicación de los valores no económicos, la denuncia del consumismo, el rechazo a la mercantilización de la cultura, la advertencia sobre la pérdida de “sentido” – y adoptó sus postulados más individualistas y libertarios de “emancipación” y de rechazo a la “dominación” ejercida por la familia, el Estado y la iglesia. La “dialéctica negativa” desarrollada por la Escuela de Frankfurt sirvió así de instrumento a toda una generación de radicales americanos y europeos empeñados en una reconfiguración profunda de la sexualidad, la educación y la familia.

A un nivel teórico más profundo, la “dialéctica negativa” frankfurtiana enlazaba sin solución de continuidad con una nueva generación más radical y carente de los escrúpulos “conservadores” de Horkheimer y sus amigos: la generación del posmodernismo y del post–estructuralismo, de Foucault y de Derrida, de la deconstrucción y de la ideología de género. A partir de los años 1970 se sentarían las bases de una nueva cultura y de un “hombre nuevo”.

Quedaba expedito el camino hacia el neoliberalismo.


[1] John Fonte, Investigador del Instituto Hudson (Washington), acuñó en 2001 el término “progresismo transnacional” para dirigirse a la ideología de la post–guerra fría. Se trata de una de las mejores descripciones de la ideología mundialista realizadas hasta la fecha. Según Fonte, entre las creencias promovidas por esta ideología figuran: 1) promover las identidades de grupo (género, etnia) sobre las identidades individuales; 2) una visión maniquea de opresores/oprimidos; 3) una promoción de las minorías oprimidas a través de cuotas; 4) la adopción de los valores de estas minorías por parte de las instituciones; 5) el inmigracionismo; 6) la promoción de la “diversidad” frente a la idea de asimilación en países de destino; 7) la redefinición de la democracia para acomodar la representación de las minorías; 8) la deconstrucción “posmoderna” de las naciones occidentales, y su sustitución por el multiculturalismo. https://www.hudson.org/content/research ... sivism.pdf

[2] Para esta clasificación nos apoyamos, de forma bastante libre, en la obra magistral de Jean–Yves Le Gallou y Michel Geoffroy, Dictionnaire de Novolangue. Ces 1000 mots qui vous manipulent. Via Romana 2015, pp. 10–11.

[3] Catherine Belsey, Poststructuralism. A very Short Introduction. Oxford University Press 2002, pp.97–98.

[4] Adriano Erriguel, Vivir en Progrelandia. Mayo del 68 y su legado. www.elmanifiesto.com

[5] Stephen Eric Bronner, Critical Theory. A very short introduction. Oxford University Press 2011, p. 48.

[6] Es lo que el crítico cultural británico Jonathan Bowden llamaba el “secreto íntimo” de la Escuela de Frankfurt. Jonathan Bowden, Frankfurt School Revisionism. https://www–counter–currents.com)

El libro “Dialéctica de la Ilustración” de Adorno y Horkheimer fue una influencia mayor en los orígenes de la corriente de ideas conocida como la “Nueva derecha” francesa.
Última edición por Shaiapouf el 31 Mar 2021 18:38, editado 1 vez en total.
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El neoliberalismo invisible

“La mayor astucia del diablo es hacernos creer que no existe”, decía Baudelaire. La mayor astucia del neoliberalismo consiste en adoptar todas las formas posibles, incluida la del anti-neoliberalismo.

A finales del año 2017, el Banco Bilbao-Vizcaya (BBVA) patrocinaba la publicación de un lujoso volumen titulado “La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos”, con el objetivo de reunir las reflexiones de una serie de expertos internacionales sobre “los grandes retos de la ciencia, la tecnología, la economía, los negocios y las humanidades”.[1] El volumen –presentado como producto de la comunidad on–line “Open Mind”, patrocinada por el BBVA – se abre con un artículo del Presidente del Banco, Francisco González, que ofrece un análisis sumario sobre la revolución tecnológica, la cual “generará a medio plazo más bienestar, crecimiento y empleo”. El autor asegura que “sin duda, todavía hay en el mundo centenares de millones de personas que viven en pobreza extrema, y miles de millones cuyas condiciones de vida son muy deficientes” (…) “pero, en conjunto, el curso de la economía global no avala el sentimiento de inseguridad, frustración y pesimismo que se viene observando cada vez más”. Hasta aquí todo normal: es el tipo de discurso institucional, mesurado y balsámico que esperamos de un banquero. Lo raro empieza después.



Entre el florilegio de textos reunidos no falta ninguno de los tópicos predilectos del progresismo transnacional: la crítica del populismo, la prédica feminista, la denuncia de la “post–verdad”, la amenaza de Rusia, el peligro de Trump, el mantra de las “reformas”, las bondades de la globalización. Pero entre los artículos llama la atención el aportado por un universitario canadiense: una furibunda diatriba contra el neoliberalismo unida a una exaltación del anarquismo y de los movimientos antisistema.[2] El autor constata los horrores de la “pesadilla neoliberal” (que es una “oscura sombra”), pero asegura que, al final, todo desembocará en “un nuevo amanecer”, porque “hay rayos de esperanza” que vienen “a traer luz al mundo”. ¿Cómo? A través de las “políticas prefigurativas” de izquierda, en cuya vanguardia están los movimientos antisistema, los okupas, los zapatistas, los indignados, los colectivos pro–migrantes e incluso las tácticas de “bloque negro” de los “antifa” violentos.

Pero si leemos con atención, entre el éxtasis anarquista (en papel cuché pagado por el Banco) al autor se le ve el plumero.

Al referirse a las críticas que, en su día, algunos observadores hicieron al movimiento “Occupy Wall Street” por no plantear exigencias claras de transformación social, el autor asegura que, si este movimiento hubiera planteado dichas exigencias, habría con ello “legitimado las estructuras de poder” y por lo tanto habría debilitado su compromiso con “la democracia participativa”. En otro lugar del texto, el autor dirige un ataque al académico marxista David Harvey, por señalar este último que “la actitud anti–estatista del anarquismo viene a reforzar, de facto, los valores neoliberales” (“Harvey, que es un marxista convencido, caricaturiza con mala fe al anarquismo”, nos dice al respecto). A continuación, nuestro autor señala que, a pesar de todas las maldades neoliberales, las políticas “prefigurativas” nos dan la oportunidad aquí y ahora de cambiar nuestra vida cotidiana y de “crear un mundo nuevo en el interior del viejo”. Y como traca final, el profesor antisistema entona un himno a la responsabilidad personal, individual e intransferible como único medio para transformar el mundo (“hagamos realidad por nuestra cuenta la visión de lo que más nos conviene” (…) “si queremos alterar la dirección del planeta…debemos hacer el trabajo duro nosotros mismos. Es un camino por el que no podemos ser dirigidos”). Suena familiar ¿verdad? Las cantilenas del self–made man, el “sueño americano”, la iniciativa privada, la sociedad civil, la “libertad de elegir”, etcétera. Traducido, todo esto significa: nada de líderes, nada de lucha organizada, nada de proyectos colectivos, nada de programas políticos ni de revoluciones. Sí a la protesta fotogénica, sí a la algarada estéril, sí a la berrea adolescente, sí al activismo samaritano, sí al turismo altermundialista. Al fin y al cabo, el sistema lo permite, y además nos ofrece nichos individuales para “hacer realidad nuestros sueños”. ¿Qué son sino las oenegés solidarias, las startups ecológicas, las multinacionales de comercio justo, los financieros–filántropos y el charity business? Todo ello, claro está, si somos responsables, si nos aplicamos y trabajamos duro. Porque lo importante es “mantener nuestra autonomía”, reinventarnos a nosotros mismos y “eliminar los bordes de nuestros mapas” (guinda final sinfronterista).



En resumidas cuentas: tras la pacotilla antisistema, neoliberalismo y buen rollito.

El caso anterior es sólo un ejemplo – anecdótico pero elocuente– del genio supremo del neoliberalismo: su capacidad camaleónica para hacerse invisible, para fundirse en el espíritu del tiempo, para adoptar una máscara de izquierdas. En este caso, la de los anarquistas, antisistema y demás figurantes en el circo mundial del neoliberalismo.



Narcisismo de masas

¿Por qué las diatribas contra el neoliberalismo son patrocinadas por los bancos? ¿Por qué los gurús contestatarios son convocados por los medios, reverenciados por las universidades, adulados por las instituciones? ¿Por qué los subversivos reciben honores y subvenciones? ¿Por qué el “pensamiento alternativo” se expresa, casi siempre, en publicaciones de postín?

La respuesta es simple: porque en la mayoría de los casos participan plenamente en el despliegue del capitalismo, favoreciendo las mutaciones sociales y culturales exigidas por el mercado.

Los caminos del neoliberalismo son tortuosos: posmarxismo, teoría “queer”, teoría postcolonial, teoría del reconocimiento, feminismo de tercera generación, post–estructuralismo, trans–humanismo, altermundialismo, estudios de género, estudios de discapacidad, estudios de esto y de lo otro. Todo un arsenal teórico, ideológico y social impulsado en su mayor parte desde los Estados Unidos. Como señalan Cédric Biagini y Guillaume Carnino – en un libro–guía esencial sobre el auténtico pensamiento alternativo de nuestra época – “al encarnizarse en destruir los modos de vida y de producción tradicionales, al estigmatizar todo vínculo con el pasado, al exaltar la movilidad, los procesos de modernización incesante y la potencia liberadora de las nuevas tecnologías, esta falsa disidencia estimula la ingeniería social necesaria al pleno desenvolvimiento del neoliberalismo”. [3] La izquierda radical es el perfecto compañero para este viaje, desde el momento en que, con su retórica progre, alimenta el mito del carácter conservador, retrógrado y represivo del neoliberalismo: una operación de distracción que no hace sino enmascarar la verdadera esencia de este último, y que adorna de oropeles subversivos a todas aquellas fuerzas sociales que no hacen sino apuntalar el mismo sistema que aseguran combatir.

¿Maquiavélico verdad?

No se trata sin embargo de ninguna “conspiración”. Se trata simplemente de una dinámica, de una evolución adaptativa del capitalismo en su fase actual: el neoliberalismo.

Si existe una técnica neoliberal por excelencia, ésta consiste en el uso del narcisismo como sedación de masas. Al construir su proyecto sobre una ontología exclusivamente individualista – el hombre–empresario definido por sus deseos, por su imagen y por sus proyectos privados –, el neoliberalismo promueve un “amor de sí” individualista que redunda en el eclipse de lo político, en la imposibilidad de cualquier proyecto de transformación colectiva. Las corrientes alternativas que han surgido en los últimos años – el altermundialismo, los nuevos movimientos sociales, los “indignados”– son una muestra de ello. Su perfil es el de una contestación enamorada de sí misma, una contestación desagregada, escindida en grupos encerrados en sus prácticas de consumo, volcados – como indican los autores arriba citados – en “la fabricación de identidades de síntesis (identity shopping), ya sean nacionales, políticas o religiosas, a través de fragmentos de historia que sobrenadan en los medios y en la conciencia colectiva, y remezclados para justificar sus fantasías de fraternidad selectiva y de dominación”.[4] Evidentemente, todos estos dispositivos sólo sirven para blanquear el sistema. La revolución se convierte así en una ética pasteurizada, en un muestrario de “estilos de vida”.



Los micro–nacionalismos y los movimientos independentistas europeos no escapan a esa dinámica – típicamente posmoderna– de narcisismo y de fabricación de identidades. Una dinámica que se revela, entre otros factores, en la reescritura arbitraria de la historia, en el uso del victimismo y en el afán de deconstrucción de las viejas naciones europeas. Éstas continúan siendo –al menos todavía – uno de los obstáculos en la construcción de la nueva utopía.



La impostura antisistema

Es preciso insistir: los movimientos “antisistema” que se pretenden en lucha contra el neoliberalismo se configuran, en la práctica, como uno de sus mejores caballos de Troya.

Lejos de constituir un flamante “contrapoder”, los movimientos contestatarios hacen el juego de los poderes en plaza, al limitarse a radicalizar los mismos presupuestos – ideológicos, sociales y políticos– de la globalización neoliberal. La emancipación del individuo, la disolución de las soberanías nacionales y el mestizaje cultural son algunos de sus vectores. Se trata de una confluencia que tampoco se esfuerzan en disimular. Los intelectuales contestatarios en boga – señalan Cédric Biagini y Guillaume Carnino – “coinciden en postular que es la evolución del capitalismo – es decir, su intensificación y no su interrupción – lo que hará posible su superación”.[5]Éste es el caso de corrientes de izquierda radical como el “aceleracionismo” – que se inspira en las tesis sobre capitalismo y esquizofrenia de Deleuze y Guattari –, o de los teóricos del “Imperio” Toni Negri y Michael Hardt, con su visión mesiánica de las multitudes globalizadas como nuevo sujeto revolucionario. Pocos fraudes tan sangrantes como el discurso de estos dos pretendidos subversivos. Su obra “Imperio” – señala el filósofo Anselm Jappe– “se dirige a un público bien preciso en términos sociológicos: les dice a las nuevas clases medias que se ganan la vida en el sector “creativo” – informática, publicidad, industria cultural– que ellos representan el nuevo sujeto de transformación de la sociedad. El comunismo será realizado por un ejército de micro–empresarios de informática (…) Sin embargo, los sujetos de esta “multitud” maravillosa han interiorizado completamente los criterios de la sociedad mercantil, y sus creaciones así lo atestiguan. Casi todos los productos materiales e inmateriales de hoy son pacotilla”.[6] Incluidos – añadimos nosotros – los activistas radicales inspirados por Negri y por Hardt.



Nuestra época es fecunda en propuestas “subversivas”, si bien estas tienen un rasgo en común: en el fondo se encuentran cómodas en el capitalismo. Ello es así porque suelen compartir la convicción de que el capitalismo libera deseos, tecnologías y procesos que permiten evacuar arcaísmos y rigideces – tales como las soberanías populares y las identidades nacionales – al tiempo que pone las bases para su propia superación. El capitalismo, según los radicales a la moda, será incapaz de contener los procesos que él mismo hace surgir. El objetivo final no es la destrucción del capitalismo sino la “reapropiación” de sus bases materiales, en un hipotético futuro post–capitalista en el que las naciones y los pueblos, como reliquias que son, están llamados a disolverse en una “ciudadanía mundial” de individuos nómadas. Un “final feliz” donde los haya, pero que concurre con el neoliberalismo en su versión más extrema: fronteras abiertas de par en par para las mercancías, la mano de obra, los servicios y los capitales. Ausencia de cualquier idea de limitación, barra libre para todos. ¿En eso consiste una revolución?

Cabe por el contrario pensar– parafraseando a Anselm Jappe – que una auténtica revolución consistiría en abolir la pacotilla, en vez de tratar de arrancársela al capital al grito de ¡es nuestra!

Por de pronto los bancos no parecen muy temerosos de estos “antisistema”.



El sexo y la privatización de la política

Resulta irónico pensar (y aquí hay que rendir tributo al genio del neoliberalismo) que casi un siglo de teoría crítica “contestataria” haya desembocado en la ideología oficial del nuevo capitalismo. La Escuela de Frankfurt, al rechazar la crítica marxista de la economía política (debido a su carácter “economicista”) abría las puertas al liberalismo libertario y a la ideología de la emancipación individual. Una tarea en la que la “French Theory” posmoderna tomaría el relevo para convertirse, con la “corrección política” estadounidense, en la punta de lanza teórica de todo ese proceso. En esa dinámica se inserta también el posmarxismo de autores como Ernesto Laclau, con su llamada a una “radicalización de la democracia” a través del activismo de los nuevos movimientos sociales (feministas, ecologistas, minorías étnicas y sexuales, etcétera). El resultado no ha sido la superación del capitalismo sino todo lo contrario.

Como cualquier otra lucha colectiva, un auténtico combate anti–neoliberal sólo puede partir de una recuperación de la dimensión política. Pero eso es justamente lo contrario de lo que hacen los lobbies comunitarios en los que Laclau depositaba sus complacencias. Las luchas de esas minorías no abogan por la revolución, sino por la satisfacción de sus exigencias; no combaten la explotación sino la “exclusión”; no aspiran al cambio sino al “reconocimiento”. Todo ello en el entendido de que “todo lo privado es política”, el axioma central de la izquierda posmoderna. El neoliberalismo no tiene problemas para retroalimentarse de esa “radicalización de la democracia”, tan en boca de la extrema izquierda. En la práctica, esa politización de la realidad cotidiana – el activismo militante aplicado al dominio de las costumbres y las identidades individuales– revierte justamente en la situación inversa: en la despolitización del cuerpo social. Porque si todo es política, nada es política. La política, que es expresión de la voluntad general y defensa de proyectos colectivos, se difumina y se disuelve en una miríada de reivindicaciones privadas y de micro–relatos.

Todo esto es especialmente visible en el debate sobre feminismo e identidades sexuales, cuestiones que conforman hoy el pan y circo posmoderno. Como señala el politólogo canadiense Maxime Ouellet: “los movimientos sociales – especialmente las feministas de segunda generación – han intentado re–politizar la esfera cultural con la fórmula “lo privado es política”, con lo que la lucha radical por la transformación de la sociedad se ha ido convirtiendo, de forma progresiva, en luchas identitarias por el “reconocimiento”, alimentando de esta forma el nuevo espíritu del capitalismo”.[7] La izquierda posmoderna desempeña un papel central en esta dinámica, al trufar su retórica anti–neoliberal con un marketing de cuestiones de género disfrazado de “revolución”. Una mezcolanza que, en los atavismos mentales de izquierda, tiene bastante sentido. Como señala el filósofo Shmuel Trigano – “si el género es un hecho social, la lucha “sexual” sustituye a la antigua lucha de clases, y la política se extiende al cuerpo y a las relaciones sexuales”. En esa línea, el filósofo de extrema izquierda Alain Badiou señala que “en el materialismo democrático, la libertad sexual es el paradigma de toda libertad”.[8] De esta forma el cuerpo humano – la posibilidad de reconfigurarlo, de adaptarlo o tunearlo a discreción– se configura como el último “Palacio de Invierno” que quedaba por asaltar.



No tiene nada de extraño que, en la era del neoliberalismo, la cuestión de la identidad sexual se eleve a paradigma de toda libertad. Éste el punto de encuentro en el que todos coinciden: desde la derecha conservadora (que siempre termina conservando los avances progresistas) hasta la izquierda radical–chic. Así se explica que los gays y demás minorías sexuales se hayan convertido en los iconos del sistema, en algo así como la quintaesencia de los valores europeos o la reserva espiritual de occidente. Al fin y al cabo se trata de “la lucha” por antonomasia: aquella que, por mediación de una cadena de equivalencias (Laclau dixit), sintetiza y absorbe todas las luchas concomitantes.[9] Un ámbito – el de la teoría de género – que alberga una paradoja tan inquietante como poco advertida: desde el momento en que el sexo se considera un “constructo social” (escisión entre sexo y género), cualquier intento de “anclaje” del individuo en un sexo determinado terminará considerándose, potencialmente, como algo discriminador y opresivo. La indeterminación sexual – el estatuto de máxima fluidez y apertura – se eleva así a conditio sine qua non de la emancipación humana. Lo cual, en un último estadio, podría conducirnos a la negación del sexo; o como reclama abiertamente la filósofa Monica Wittig “a la destrucción del sexo para acceder al estatus de sujeto universal”.[10] En suma: una ideología castradora. “Marxismo cultural”, dicen algunos. ¿Verdaderamente?



Una patología norteamericana

Al explorar los orígenes estadounidenses de la “corrección política”, el escritor francés Francois Bousquet llama la atención sobre el hecho de que “la economía psíquica norteamericana parece funcionar por la transferencia de sus patologías al mundo entero, como si se aliviase al exportar sus fobias, su paranoia, su fiebre antiséptica”.[11] La historia es antigua: desde la ideología castradora de los primeros puritanos (del verbo “purify”, purificar) que desembarcaron en Nueva Inglaterra a comienzos del siglo XVII, hasta la corrección política y el celo inquisitorial de los nuevos vigilantes de la Virtud. El sesgo moralista y puritano de la corrección política – y más concretamente, del feminismo americano– ha sido repetidamente subrayado por la profesora (y feminista atípica) Camille Paglia, quien recuerda cómo las sufragistas americanas se asociaron, a comienzos del siglo XX, a la “liga de la templanza” y a su cruzada contra el alcohol. Como consecuencia de este furor puritano, la “Ley seca” dejó, en los Estados Unidos, un legado de criminalidad organizada cuyas consecuencias se siguen padeciendo.[12] El dogmatismo del Bien (el buenismo) suele ser una receta asegurada para el desastre.

¿Son las políticas de género – como repite cierta derecha– otra forma de “marxismo cultural”? No falta quien cita el libro de Engels “Los Orígenes de la familia” como un ejemplo de la intención marxista de acabar con esta célula básica de la sociedad. Lo que no responde a la realidad. Engels denunciaba las reivindicaciones feministas como productos de una sensibilidad pequeño–burguesa: la de las mujeres que deseaban ocupar altos puestos profesionales. En su visión, sólo una perspectiva de clase, común a hombres y mujeres, permitiría la liberación de todos. Un enfoque con el que (en cierto modo) también concuerda Camille Paglia, cuando señala que el feminismo actual privilegia los valores y preocupaciones de una clase alta de mujeres profesionales, mujeres que son presentadas como “el más alto desiderátum, la cúspide evolutiva de la humanidad”, pero que recurren, mientras tanto, a la explotación sistemática de las mujeres de la clase trabajadora para el cuidado de los hijos y las tareas domésticas.[13]

Por mucho que se empeñe la rutina mental de cierta derecha, la ideología de género y la corrección política son dos fenómenos con claras raíces en los Estados Unidos. No hay en los textos del marxismo clásico nada que inevitablemente apunte hacia ellos. Cabe más bien pensar que nos encontramos aquí ante neoliberalismo cultural puro y duro, por mucho que, a niveles retóricos, se adorne de resabios marxistas.

Cabe preguntarse ¿responden todas estas formas de neoliberalismo cultural a una patología americana?

Aunque la corrección política parezca a veces una locura, como en el “Hamlet” de Shakespeare “hay un método en ella”. Más que un método, se trata de una lógica y de una racionalidad implacables. Porque el neoliberalismo, mucho más que un conjunto de rapiñas económicas, es ante todo una racionalidad. O como señalan los filósofos Pierre Dardot y Christian Laval, el neoliberalismo es “la nueva razón del mundo”.[14]



Se trata de saber de qué manera la izquierda posmoderna se inscribe en ella.



[1] La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos. Taurus/Open Mind/BBVA 2017.

[2] Simon Springer, “Neoliberalismo y movimientos antisistema”, pp. 156–173 Obra citada.

[3] Cédric Biagini, Guillaume Carnino, Patrick Marcolini, Radicalité. 20 penseurs vraiment critiques, pp. 7–25. Éditions L'Échapée 2013.

[4] Cédric Biagini, Guillaume Carnino, Patrick Marcolini, Obra citada, p. 14.

[5] Cédric Biagini, Guillaume Carnino, Patrick Marcolini, Obra citada, p. 15.

[6] Anselm Jappe, Les aventures de la marchandise. Pour une critique de la valeur.Éditions La Découverte 2017, pp. 269–270. La obra “Imperio” de Michael Hardt y Toni Negri fue saludada en su aparición (año 2000) como “El Capital del siglo XXI”: libro de referencia insoslayable para radicales y alter–mundialistas.

[7] Maxime Ouellet, La révolution culturelle du capital. Le capitalisme cybernétique dans la societé globale de l'information. Les Éditions Écosocieté 2016, p. 254.

[8] Shmuel Trigano, La nouvelle idéologie dominante. Le post–modernisme. Hermann Philosophie 2012, pp. 36–37.

[9] Con la temática gay a punto de saturarse, los laboratorios posmodernistas ya han elaborado una larga lista de “géneros” que tomarán el relevo en la agitación de la opinión pública.

[10] Shmuel Trigano, La nouvelle idéologie dominante. Le post–modernisme. Éditions Hermann 2012, pp. 35–37.

[11] Francois Bousquet, “L'Autre révolution culturelle. Les nouveaux Gardes rouges du multiculturalisme”. En Éléments pour la civilisation européenne. Numéro 171 (abril–mayo 2018).

[12] Camille Paglia, Free women, free men. Sex–gender–Feminism. Canongate 2018, pp.124–125.

[13] En Los orígenes de la familia Engels desarrolla un análisis histórico de la familia desde los presupuestos del materialismo dialéctico, poniendo de relieve el papel subordinado de la mujer en el seno de la misma. En su perspectiva, la auténtica emancipación de las mujeres no es la misma que reclaman las feministas. Para Engels “la explotación de millones de mujeres de la clase trabajadora está un millón de veces alejada de los problemas de las pequeño–burguesas que infestan el llamado movimiento de las mujeres”. A su juicio las feministas se centran en los prejuicios y actitudes masculinas, más que en una problemática de clase. Y ello es así porque “actúan desde dentro de los confines del capitalismo, deseando expandir el número de mujeres de clase media en puestos profesionales. Pero la emancipación de las mujeres sólo será posible cuando la mujer tenga la capacidad de participar en la cadena de producción a gran escala, y cuando las tareas domésticas ocupen su atención en menor grado”. Para Engels, la situación de las trabajadoras es por lo tanto una cuestión de clase, que requiere la unidad de la clase trabajadora – hombres y mujeres – en una lucha común para derribar el capitalismo. En su interpretación, el establecimiento de una sociedad comunista revertirá en el fin de la “poligamia masculina” (motivada en su opinión por el interés en asegurar una herencia), de forma que la monogamia será común para hombres y mujeres (Mary Hansen y Rob Sewell, On Engels “Origin of the Family, www. marxist.com). No hay por tanto en Engels una llamada a la destrucción de la familia, sino a la reconfiguración de la misma desde una perspectiva igualitaria, dentro de la sociedad comunista.

[14] Pierre Dardot y Christian Laval, La Nouvelle Raison du Monde. Essai sur la societé néoliberale. La Découverte 2009.
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Shaiapouf »

Los auténticos herederos de mayo 1968

Mayo de 1968 es un hito central en la configuración de nuestro mundo. Una efeméride que suele celebrarse como el umbral de una nueva era: la del individuo liberado y plenamente emancipado. Una gesta progresista asociada al patrimonio sentimental y moral de la izquierda. Pero para ser exactos es el neoliberalismo – más que la izquierda como tal – el auténtico heredero de mayo 1968.

El neoliberalismo se sitúa en la zona de confort de la historia. Por una parte, ostenta la actitud subversiva, inconformista y rebelde que es típica de los intelectuales. Pero por otra parte, su rebeldía opera en beneficio de los intereses dominantes. Por un lado, suministra la ilusión de estar a favor de la historia, de ser el portavoz de un futuro que llegará de todas formas. Pero por otro lado adopta un aire agónico, como si estuviera en dolorosa pugna con las fuerzas oscuras del pasado. En definitiva: oropel de la transgresión más confort de la dominación. “Los partidarios del neoliberalismo – escribe el politólogo mejicano Fernando Escalante – se sienten desde siempre, pase lo que pase, rebeldes (…) es imposible leer a Hayek y no sentir en algún momento que es el último hombre libre en el mundo de pesadilla de Orwell o Huxley. Su obra, como la de Popper, Becker y Buchanam, está escrita contra el establishment. Los partidarios del neoliberalismo siempre pueden presentarse como rebeldes, iconoclastas, marginales, defensores de la libertad contra el orden burocrático establecido. Y por eso son verdaderamente herederos del espíritu de la protesta de los años sesenta”.



La idea neoliberal básica sobre la libertad y la emancipación es, en el fondo, bastante sencilla: “todos somos empresarios, o todos seríamos empresarios si no estuviésemos oprimidos por un Estado que nos lo impide”.[1]

Como veremos, entre el hombre–empresario del neoliberalismo y el individuo “empoderado” de la izquierda posmoderna, hay una línea muy delgada.



El hombre como startup

Contrariamente a los estereotipos de la extrema izquierda, el neoliberalismo no se reduce a un ultra–capitalismo sin frenos, ni a una maquinación de financieros sin escrúpulos, ni un desmantelamiento de los servicios públicos. El neoliberalismo tiene algo de todo eso, pero desde luego no está ahí su esencia. No se trata tampoco de una ideología represiva y retrógrada (como de forma rutinaria afirma la izquierda). Más bien lo contrario: el neoliberalismo es revolucionario, emancipador y libertino, y son precisamente los poderes públicos – los poderes del Estado– los que empujan hacia esta “liberación”. Si dentro del neoliberalismo hay represión, es la que el sujeto se impone de forma autónoma. Si hay explotación, es la que el individuo ejerce sobre sobre su propia vida.

El neoliberalismo es ante todo una cosmovisión, una forma de ser y de estar en el mundo. El neoliberalismo va un paso más allá del homo oeconomicus del marxismo o del capitalismo. El prototipo del neoliberalismo es el hombre–empresario; o más exactamente: el hombre empresario de sí mismo. “¡Todo ser humano lleva un empresario en su alma!” cantan los rapsodas del neoliberalismo. El neoliberalismo – señala el sociólogo francés Christian Laval – adopta siempre aires de evidencia, de conformidad a un movimiento natural de la sociedad, a una realidad a la cual gobernantes y gobernados deben adaptarse. Pero esta “realidad” (y aquí está la trampa del neoliberalismo) está “hecha de situaciones creadas, de reglas establecidas, de instituciones construidas que alientan las conductas”.[2] El neoliberalismo no es la “mano invisible” del liberalismo clásico, sino que es un voluntarismo y es un constructivismo. Es la mano bien visible del Estado que actúa – cuando así es requerido– para hacer la ingeniería social necesaria y adaptar la sociedad a los moldes neoliberales.



El neoliberalismo tiene un sueño: extender de forma ilimitada “un modelo de competitividad al que los sujetos deberán adaptarse funcionando como empresas, es decir, como unidades de capitalización privada. En esa tesitura el mercado ya no es un hecho o un medio natural, sino un espacio normativo que una política económica y legislativa permite advenir, mantener, corregir y extender”.[3] La extensión ilimitada del mercado: aquí reside el carácter emancipador y progresista del neoliberalismo. El hombre neoliberal se ve emplazado a reinventarse, a optimizarse, a adaptarse a las dinámicas del mercado, si lo que quiere es acceder al paraíso de las oportunidades. La precarización generalizada adopta así aires liberadores. Claro que todo ello requiere una condición previa: abolir todos los obstáculos que se interpongan a las relaciones mercantiles entre los individuos, incluyendo aquellos dominios hasta ahora regidos por arcaísmos éticos, religiosos, nacionales o culturales. Porque ya no hay pueblos, ni naciones, ni culturas, ni religiones, ni sexos. Mejor dicho: sí los hay, pero como “kits” identitarios de consumo particular, como realidades fluidas y maleables, como moda–fusión, simulacro y vintage. El “último hombre” de Nietzsche es una startup individual que piensa de forma global y se identifica por la fidelidad a sus marcas.



Neoliberalismo de izquierdas

La revolución viste de Prada. En una obra ya clásica los sociólogos Luc Boltanski y Pierre Bordieu señalaban que “la filosofía social de la fracción dominante de la clase dominante ya no se presenta como defensora, sino como crítica frente al estado existente de cosas, lo que le permite acusar de conservadurismo a todos los que se resisten al cambio. El Poder ya no teme a la crítica, por el contrario, la moviliza: hay que cambiar constantemente – o parecer que se cambia– en todos los órdenes de la vida”.[4] Boltanski y Bordieu llamaban a este fenómeno “conservadurismo reconvertido”, frente al “conservadurismo declarado” que sería el propio de las fracciones en declive de las clases dominantes. Las élites en el poder han cambiado de ideología, esa es la realidad. ¿Cuál es la función de la izquierda en esa tesitura?

Como es sabido, el neoliberalismo es una de las bestias negras del izquierdismo biempensante. Pero la retórica anti–neoliberal de la izquierda no debería conducir a engaño. Frente al neoliberalismo – asimilado normalmente al “ultraliberalismo” o el “capitalismo salvaje” – la izquierda moderada suele reivindicar el “social–liberalismo”, que sería una especie de “liberalismo respetable”. Pero esto es sencillamente imposible. Como explican Pierre Dardot y Christian Laval, el neoliberalismo es una “racionalidad global” que abarca todas las dimensiones de la existencia humana, y no admite una prolongación de sí mismo en el plano social. Si pensamos que hay un “social–liberalismo” que se contrapone al neoliberalismo (de la misma manera en que antaño la socialdemocracia se contrapuso a la democracia liberal) incurrimos en una analogía tramposa.[5] En la práctica, el llamado social–liberalismo no es más que un neoliberalismo de izquierda. Lo que está muy lejos de ser una contradicción. A fin de cuentas, como elección consciente de los Estados el neoliberalismo es – señalábamos arriba– una ingeniería social. Por eso admite una amplia gradación de la intensidad de las intervenciones estatales, por eso admite un juego relativo entre diferentes versiones de sí mismo. Como estrategia adaptativa, el neoliberalismo desarrolla una versión “de izquierdas” – lo que es especialmente visible en las políticas culturales–. Y aquí cobra su relevancia la izquierda posmoderna.



La izquierda posmoderna es el ariete de la ingeniería social del poder, es el portaestandarte del neoliberalismo cultural. Éste siempre se presenta como “revolucionario”, como favorable al cambio, como dispuesto a la ruptura. ¿Izquierda radical? ¿Izquierda antisistema? Con sus mohines radicales y sus poses destroyer, la izquierda posmoderna es tan peligrosa para el neoliberalismo como un gatito de bengala. Ella misma es la vanguardia cultural del sistema.

Y mucho más que eso. Lo que suele omitirse es que la configuración cultural del neoliberalismo hunde sus raíces en las elaboraciones teóricas de la izquierda posmoderna. En este aspecto resulta clave el legado del último gran “filósofo estrella” del siglo XX: Michel Foucault.



El puto San Foucault

Todo confluyó, en su vida y en su obra, para hacer de su figura un icono de los nuevos tiempos. El filósofo carismático y maldito, el deconstructor de la sexualidad occidental, el pensador del cuerpo y de los placeres, el evangelista de los marginados y de los excluidos. Foucault es el gurú en el que confluyen todas las fugas hacia adelante de la posmodernidad tardía. Él es el patrón de la teoría de género, de las identidades fluidas, de la nueva era “trans”: una era sin tabúes cuyo advenimiento él habría propiciado, entregando su propia vida en ofrenda martirial. Un Santo, en definitiva. O según la expresión de Francois Bousquet (en su brillante deconstrucción del mito): “el puto San Foucault”.[6]

Pero…

Por decirlo con expresión típica de sus discípulos: hay algo “problemático” en su legado; una herencia incómoda que los custodios del mito, por muchas piruetas y contorsiones que hagan, no consiguen disimular. Y ese “algo” es la sintonía ­–cuando no la identificación implícita– entre Foucault y el neoliberalismo.

¿Foucault neoliberal? He ahí un asunto embarazoso. El neoliberalismo ocupa un lugar importante en sus últimos escritos – Foucault murió en 1984 –, hasta el punto de que el autor de Vigilar y castigar parecía seducido por esta doctrina. ¿Qué podía encontrar Foucault de seductor en el neoliberalismo?



Para entenderlo es preciso partir de un dato: Foucault fue toda su vida un pensador obsesionado por el poder. El problema del poder es el eje en torno al que gira toda su obra, en ella casi todo se interpreta en términos de poder o lucha de poderes. Pero Foucault era un filósofo posmoderno, lo que significaba que él no podía pensar el poder en términos clásicos de filosofía política – un enfoque que abiertamente despreciaba–.[7] Foucault aborrecía las interpretaciones totalizantes – el marxismo es un ejemplo– y no quería limitarse a una crítica de las instituciones (si bien se aplicó a fondo a su deconstrucción). Su verdadero enemigo era mucho más amplio: éste consistía en “todo Sujeto – ya fuera el Estado, la Sociedad o el Inconsciente – susceptible de encerrar al individuo en una determinación global, cualquiera que esta fuese”. A los ojos de Foucault la idea de límite es fundamentalmente infausta, puesto que contradice la facultad de experimentar, la multiplicidad inagotable de las experiencias. De ahí su interés por los anormales, y su empeño recurrente en “sustraer a los locos, a los presos y a los homosexuales a toda forma de enclaustramiento y de categorización unívoca”.[8] El Sujeto: he ahí el enemigo, en cuanto que es en torno a la idea de Sujeto que la tradición metafísica occidental ha elaborado el concepto filosófico de identidad. Esa identidad que “ancla” al individuo en un conjunto de determinaciones colectivas (nación, raza, sexo, religión) y que se convierte así en sinónimo de “fascismo”. Todo el empeño de Foucault – y de la French Theory y los “studies” posmodernos– será deconstruir esas identidades para reemplazarlas por identidades flotantes, mutables, indeterminadas. Foucault es el filósofo de los “tiempos líquidos”.

¿Dónde queda el neoliberalismo en todo esto?



Filosofía de la post–revolución

En el campo de la crítica social, Foucault propone una inversión de prioridades: si bien las desigualdades económicas y la miseria continúan existiendo, en su opinión estos problemas no se plantean “con la misma urgencia” de antaño.[9] Foucault es post–revolucionario a fuer de posmoderno. Para el autor de “Vigilar y castigar” la crítica de las grandes estructuras económicas responde, en el fondo, a una problemática del siglo XIX, mientras que en nuestra época el auténtico problema se plantea al nivel de “los pequeños poderes y de las estructuras difusas de dominación, que hoy se revelan como los problemas fundamentales”.[10] La utopía de Foucault consiste en una sociedad desembarazada de mecanismos disciplinarios, de dispositivos normalizadores y “excluyentes”. En esa tesitura – subraya Francois Bousquet – el Leviatán estatal se configura como el adversario a abatir, según la máxima – repetida por los apóstoles del libre mercado– de que “se gobierna siempre demasiado”. Es el momento de la consagración americana de Foucault. A fines de los 1970 el neoliberalismo estaba a la vuelta de la esquina: era la era de Milton Friedman y los “Chicago boys”, el momento en el que, hastiado de la vieja Europa, Foucault descubría fascinado los barrios gays de Nueva York y San Francisco, la subcultura homosexual masoquista, las playas de California, el LSD, el opio y la cocaína. Los años 1980 son los años de la “French Theory” en las universidades de Estados Unidos. El “fenómeno Foucault” es un producto americano.[11]

¡Libertad de elegir! La apología del mercado –el “mantra” neoliberal por excelencia– tenía que resultar forzosamente grato a los oídos de Foucault. Al fin y al cabo, si cada individuo es una empresa que se auto–gestiona en función de una ilimitada libertad de elección, ¿qué otro sistema – si no es la mercantilización general de la vida– permitirá escapar al individuo de cualquier género de determinación? Foucault es también el filósofo de la construcción de sí mismo, de la bio–estética y de la estilización de la propia existencia: esculpir la propia vida como una obra de arte. Pero el narcisismo – lo hemos visto antes – es un dispositivo neoliberal dirigido a estimular la competitividad, y se sitúa además en el centro de todo eso que se ha llamado – con toda razón– el “capitalismo de la seducción” (Michel Clouscard) o el “capitalismo artístico” (Gilles Lipovetsky)[12]. Estamos aquí muy lejos no ya de la lucha de clases, sino de la simple lucha contra las desigualdades...



Hacia la emancipación por la micro–economía

¿Foucault un filósofo contra el poder? Su relación con el poder parece cuanto menos ambigua. Foucault parecía ciertamente fascinado – algunos de sus alumnos así lo recuerdan – por la idea de vigilancia, de dominio y de punición sobre los cuerpos. Su “historia de la sexualidad” y su fijación con el estudio de las instituciones que encierran y castigan a los individuos (la prisión, el manicomio, la escuela) así lo atestiguan. De Foucault parte la identificación – capital en la izquierda posmoderna – entre poder y dominación. De este enfoque se desprende una derivada política importante: “al poner en la diana las formas concretas y visibles de poder (el Estado y las instituciones disciplinarias) sin interrogarse sobre su sustancia, los nuevos movimientos contestatarios (verbigracia, la izquierda “foucaltiana”) ha participado en la consolidación de la lógica de dominación despersonalizada propia del capitalismo”.[13] Con lo que aquí llegamos al meollo neoliberal de la izquierda posmoderna.

La izquierda posmoderna es “libertaria”. Pero el neoliberalismo también lo es. “El neoliberalismo americano – señala Christian Laval – tendría las simpatías de Foucault, porque nos desembaraza por fin de toda una tradición filosófica, antropológica, psicológica y sociológica que intenta contabilizar los factores que llevan a un individuo a comportarse de tal o tal manera. La micro–economía barrería todos esos saberes, al limitar al cálculo coste/beneficio los motivos de la conducta humana”.[14] La utopía neoliberal es la de una sociedad aliviada de mecanismos disciplinarios externos. Claro que el problema es que éstos reaparecen de forma interna, al ser sustituidos por la auto–explotación que el hombre–empresario ejerce sobre sí mismo. Pero los principios libertarios siempre están a salvo, porque esta sociedad – por mor de la competitividad– no sólo hace posible, sino que estimula la manifestación de fenómenos “desviados”, innovadores y diferentes. El “derecho a la diferencia” será uno de sus leitmotiv y el “empoderamiento” de las minorías uno de sus objetivos centrales. Pero desde una óptica neoliberal ¿qué es el empoderamiento – escribe Maxime Ouellet– sino “la transformación subjetiva de los excluidos para hacerlos más competitivos, para adaptarlos a las exigencias de la aceleración en una sociedad en movimiento perpetuo”?[15] Neoliberalismo en estado puro.



Vivimos bajo el poder censor de “las minorías”. Lo que también responde a la lógica neoliberal. Cuando éstas desvían el epicentro de la contestación social a la lucha contra el racismo, el heteropatriarcado y la moral sexual tradicional – es decir, contra la “punición de los cuerpos” – los nuevos movimientos sociales contribuyen a desactivar la lucha contra las desigualdades sociales. Todo ello en perjuicio del viejo Estado–providencia que, como garante de las conquistas del movimiento obrero, había resultado del “compromiso fordista” durante el siglo XX. Claro que, en la perspectiva foucaltiana, ese Estado–providencia no pasaba de ser “otra institución disciplinaria, burocrática e ineficaz que impedía la realización de la autonomía de los individuos”.[16] De esta forma el Estado–providencia mutó en Estado–neoliberal, la lucha contra la exclusión pasó a sustituir a la lucha contra la explotación, y la protección de las “minorías” pasó a sustituir a la protección de los trabajadores.

Todo muy lógico desde un punto de vista posmoderno. Al fin y al cabo, en el mundo foucaltiano, el “lugar de trabajo” no pasa de ser otro lugar de disciplina y punición. De ahí el interés de los seguidores de Foucault – y de la izquierda posmoderna en general– por todo un sector social alérgico a cualquier tipo de trabajo reglado: el lumpen.


[1] Fernando Escalante Golzalbo, El neoliberalismo, Ediciones Colegio de México (edición Kindle).

[2] Christian Laval, Foucault, Bourdieu et la question néolibérale. Éditions la découverte 2018, p. 60.

[3] Christian Laval, Obra citada, p. 66.

[4] Luc Boltanski y Pierre Bordieu, La production de l´idéologie dominante (1976). Citado en: Christian Laval, Obra citada, pp. 214–215.

[5] Pierre Dardot, Christian Laval, La nouvelle raison du monde. Essai sur la société néolibérale. Éditions La Decouverte 2009, p. 470.

[6] Francois Bousquet, “Putain” de Saint Foucault. Archéologie d´un fetiche. Éditions Pierre Guillaume de Roux 2015.

[7] Jean–Loup Amselle, “Michel Foucault et la spiritualisation de la philosophie”. En el volumen colectivo dirigido por Daniel Zamora: Critiquer Foucault. Les années 1980 et la tentation néoliberale, Éditions Aden 2014, p.168.

[8] Jean–Loup Amselle, Obra citada, pp. 168–169.

[9] Michel Foucault, “la philosophie analytique de la politique”, junio 1978, en Dits et écrits V. II 1978–1988 Gallimard 2001, p. 536.

[10] Daniel Zamora, “Foucault, les exclus et le dépérissement neoliberal de l´État”, en Critiquer Foucault. Les années 1980 et la tentation néoliberale. Éditions Aden 2014, p. 94.

[11] Se denomina “French Theory” al desembarco de los pensadores post–estructuralistas franceses – Foucault, Derrida, Barthes, Deleuze, Lacan, Kristeva, Baudrillard – en Estados Unidos en la década de los 1970, así como a la propagación y mutaciones de sus ideas en el Nuevo Mundo: la deconstrucción, las micropolíticas, el nomadismo, el simulacro, lo hiperreal, etcétera (Francois Cusset, French Theory. Foucault, Derrida, Deleuze&Cía y las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos. Melusina 2005).

[12] Michel Clouscard, Le capitalisme de la séduction. Critique de la social–démocratie libertaire. Éditions Sociales 1981. Gilles Lipovetsky, L´esthetisation du monde: Vivre à l´âge du capitalisme artiste. Folio 2016. Christopher Lasch, The culture of Narcissism. American Life in an Age of Diminishing Expectations. Norton and Company 1991.

[13]Maxime Ouellet, Maxime Ouellet, La révolution culturelle du capital. Le capitalisme cybernétique dans la societé globale de l´information. Les Éditions Écosocieté 2016, p. 253

[14] Christian Laval, Obra citada, p. 56.

[15] Maxime Ouellet, Obra citada, p.257.

[16] Maxime Ouellet, Obra citada, pp. 253–254.
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Shaiapouf »

El lumpen redentor

La izquierda posmoderna ha rehabilitado la imagen del lumpen, hasta investirlo de una misión redentora.

La popularización del término “lumpenproletariado” viene de Karl Marx, quien en su obra El 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1852) lo acompaña de epítetos como “vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, expresidiarios, prófugos, timadores, saltimbanquis, carteristas, escritorzuelos, alcahuetes, rateros, mendigos (…) y toda esa masa difusa y errante que los franceses llaman la bohème”.[1] A tenor de esas palabras está claro que Marx consideraba al lumpen como un submundo parasitario y carente de conciencia de clase; en definitiva, como un obstáculo para la lucha del proletariado.



Muy diferente es la perspectiva posmoderna. En su obra La razón populista, Ernesto Laclau señalaba que no serán los trabajadores los forjadores de la “hegemonía” del futuro, sino que ésta es más bien una tarea reservada para los elementos que se mantienen “extranjeros al sistema”: las minorías oprimidas y el “lumpenproletariado”, si bien entendido éste de forma extensiva.[2] Lo que a Laclau le interesaba del “lumpen” es que éste representa la heterogeneidad total, el punto de ruptura, el “extramuros” del sistema.

Para desarrollar esta idea el teórico argentino desarrolla toda una crítica de la dialéctica hegeliana y del marxismo clásico, desde posiciones posmodernas y muy inspiradas por la ideología tercermundista (de Franz Fanon et alii). Según su razonamiento – cargado de pretenciosa jerga académica– en virtud de su heterogeneidad radical el lumpen vendría a sintetizar las reivindicaciones de toda una caravana de movimientos sociales (feministas, homosexuales, negros, discapacitados, inmigrantes, etcétera) más o menos inadaptados frente al sistema. Se trata en definitiva de la famosa “cadena de equivalencias” en la que Laclau ponía sus esperanzas revolucionarias. Para Laclau las nociones de “masa marginal” (aquellos sectores que no pueden ser integrados de ningún modo) y de “sujetos anticapitalistas globales” (aquellos que no están vinculados a un sólo interés particular) son aplicables a este contexto: el lumpen participa de ambas nociones, y al mezclarse con las luchas de las minorías oprimidas y al fundirse con las reivindicaciones sociales a gran escala, introduce un elemento de antagonismo radical que se saldará (según el designio estratégico “laclauniano”) con la formación de una nueva hegemonía y la construcción de un nuevo “pueblo”. [3]

Un esquema que explica, entre otras muchas cosas, el interés de la izquierda posmoderna por abrir las puertas a una inmigración masiva de imposible absorción.

Pero la idea no es nueva; se trata de la elaboración pomposa de un enfoque que ya había sido desarrollado en su día por la Escuela de Frankfurt. Desde su menosprecio elitista hacia la clase trabajadora, Herbert Marcuse consideraba que la conciencia revolucionaria sólo podría brotar desde el exterior de ésta, de forma que serían “las mujeres, la gente de color, los movimientos anti–imperialistas en la periferia del sistema, los intelectuales y bohemios los que podrían proporcionar a la clase trabajadora, no solamente la chispa revolucionaria, sino también algo bastante más elusivo: una nueva sensibilidad. Estos serían los nuevos catalizadores de la revolución, los que encarnarían eso que André Breton, de forma original, denominaba “el gran rechazo””.[4] En la misma línea se situaba Michel Foucault, cuando reivindicaba la proliferación de luchas “identitarias” como forma de redistribuir el juego de poder en la sociedad. Lo que al autor de “Las palabras y las cosas” le interesaba no eran los obreros asalariados (recordemos que éstos forman parte de la dinámica “disciplinario–represiva” de la fábrica, el sindicato, el partido, la seguridad social…) sino los “excluidos” del circuito productivo: los marginales, los drogadictos, los enfermos mentales, los prisioneros, los delincuentes, las minorías sexuales, los sin papeles, los sin techo, los asociales; en definitiva, todo ese “lumpenproletariado” de fines del siglo XX en favor del cual el filósofo multiplicaba sus intervenciones escénico–políticas. Es la versión posmoderna de una vieja historia: la del vaivén entre barrios chic y bajos fondos, con sus señoritos en busca de emociones canallas (lo que tiene su tradición literaria, incluso).



En Foucault, casi nada es lo que a primera vista parece. Para hacerse una idea sobre la ambigüedad de sus posiciones – tanto sobre el neoliberalismo como sobre el rol social del lumpen– hay un elemento que resulta revelador: su posición a favor de un sistema de subsidios públicos para las clases marginales. En su obra “Nacimiento de la biopolítica”, el filósofo se muestra partidario del subsidio público para aquellos que, por un motivo u otro, se muestren reacios a un trabajo normalizado. En este punto el filósofo se adhería a la idea del “impuesto negativo sobre la renta” avanzada por los economistas neoliberales (Milton Friedman, Lionel Stoléru) como propuesta para luchar contra la pobreza extrema. Una propuesta que, a pesar de las apariencias, no deriva de una inquietud igualitaria sino de todo lo contrario: de la idea de que es preferible subsidiar directamente a los individuos antes que a los servicios sociales. Para Foucault, lo seductor de la idea consiste precisamente en “la no selectividad de los criterios de atribución del subsidio”, la idea de que el Estado renunciaría así a distinguir entre “buenos” y “malos” pobres (es decir, entre los que no trabajan porque no pueden y los que no trabajan porque no quieren).[5] Las ayudas económicas serían destinadas a todos aquellos que se sitúan por debajo de un umbral de ingresos, con independencia de los motivos de su situación. A los ojos de Foucault, este sistema permitiría romper con la “normalización de los comportamientos” impuesta por las viejas instituciones centralizadas y estatistas. Una perspectiva libertaria que concuerda, en este punto, con los intereses del neoliberalismo. Lo que no debería resultar extraño: al fin y al cabo, para Foucault, la seguridad social – institución orientada hacia un modelo de pleno empleo – es uno de los instrumentos burocráticos y disciplinarios erigidos por el Estado para controlar los cuerpos y las conductas. Música para los oídos neoliberales, partidarios de subvencionar al lumpen si con ello pudieran a la vez desembarazarse de los servicios sociales.

De lo que se trata, en definitiva – desde una perspectiva libertaria – es de forjar “individuos responsables de sus vidas, sin imponerles ningún modelo antropológico determinado, sin someterles a ninguna regla sobre cómo vivir, como amar o divertirse”.[6]

Michel Foucault y Milton Friedman, mismo combate.


Clasismo progre

Si interpretamos a Ernesto Laclau a la luz de Michel Foucault (salvando la distancia entre el valor de ambos) observamos que hay un elemento común en ellos: el empeño de los universitarios progresistas por forjar un “pueblo” a su medida. Los nuevos patricios buscan nuevos plebeyos. Lo cual se explica en función del inmenso desprecio que, en su fuero interno, esa intelligentsia posmoderna debía profesar por el “pueblo real”, por el pueblo históricamente constituido con una identidad forjada a través de siglos.[7] Pero como hemos visto, desde una perspectiva posmoderna las identidades históricas – normalmente étnicas y culturales– son problemáticas, a fuer de excluyentes y potencialmente “fascistas”. En consecuencia, para la “french theory” y sus epígonos la problematización y la deconstrucción de las identidades arraigadas dan pábulo a una ingeniería social de construcción de nuevas identidades, principalmente a través del multiculturalismo, del “mestizaje” y de la teoría de género; un proceso que viene, paradójicamente, a resituar el problema de la identidad en el centro de la política contemporánea. A partir de ahora todas las identidades serán respetables; todas salvo las identidades nacionales y aquellas otras que, en virtud de las culpas y privilegios acumulados, tengan una deuda histórica que expiar (como es el caso del varón blanco, heterosexual y europeo/occidental).

Las minorías son el “sujeto revolucionario” arquetípico de la izquierda posmoderna. Un hecho que deriva de la convicción de que – como señala Laclau– “todos los combates son, por definición, políticos (…) porque la política ha dejado de ser una categoría sectorial. Ya no hay lugar, como en el socialismo clásico, para la distinción entre combate económico y combate político”.[8] En esa misma línea cualquier reclamación privada es también política. ¿Y quiénes mejor que los focalizados en sus agravios cotidianos – los humillados, frustrados, oprimidos en cuanto víctimas de una segregación sexual, racial, etc – para tomar las riendas de la lucha contra el poder? La diferencia es que ya no se trata ahora de luchar contra el poder del Estado o contra los poderes económicos (al estilo de los revolucionarios de antaño). No. De lo que se trata ahora es de luchar contra los “micropoderes” opresivos: los “micromachismos” y los “microfascismos” de la vida cotidiana. Mejor dicho: ni siquiera se trata ya de una lucha contra el poder sino de una lucha por la distribución de poderes, por el “empoderamiento” (empowerment) de todos aquellos que, si antes se encontraban agraviados y excluidos, ahora acceden a un estatus de reconocimiento y de autonomía personal (dentro del orden neoliberal).



En cuanto a la clase trabajadora… no cabe duda de que ésta es reacia al estilo de vida “nómada”, permisivo y multiculturalista exaltado por los intelectuales posmodernos (Deleuze, Hardt, Negri); sus componentes están normalmente ocupados en vulgares afanes (como el fútbol) y además suelen ser sexistas, machistas, zafios y xenófobos (lo que han demostrado con creces en los últimos años votando a partidos de “extrema derecha”). Definitivamente, no está ahí la cantera de la izquierda posmoderna. Ésta se encuentra más bien en otro sitio: entre un neo–proletariado posindustrial de diplomados mileuristas, de empleados precarios (el “precariado”), de jóvenes defraudados en sus expectativas y radicalizados ante el riesgo de “exclusión”.[9]

¿Cuál es, en este contexto, la funcionalidad de las políticas de izquierda posmoderna? Operar como una suerte de compensación psicológica, como un marcador de clase que hace posible que el precariado, a pesar de la incertidumbre que rodea su futuro, con su forma de vida “nómada”, urbanita, multicultural, centrada en las tecnologías de comunicación, se sienta culturalmente por encima de esos trabajadores arcaicos, todavía encerrados en “las formas corrompidas de lo común, tales como la familia, la empresa y la nación”.[10] Si Samuel Johnson decía que el patriotismo es el último refugio de los canallas, hoy podemos decir que el moderneo es el último refugio del precariado. No tiene nada de extraña la atracción que autores como Toni Negri o movimientos como el altermundialismo, “Occupy Wall Street” o el LGTBIQ ejercen sobre una juventud urbana compuesta de diplomados sin empleo fijo. Como señala Maxime Ouellet “todo este tipo de teorización posmodernista permite a esa pequeña burguesía en declive creerse a priori emancipada, pero sin haber pasado por una forma de mediación o representación política para constituirse en sujeto colectivo”.[11] La insistencia en conceptos como “la gente” – cortado a la medida de los sujetos des–historizados, intercambiables y abstractos del neoliberalismo– y “el amor” (cursilería recurrente de neopopulistas progres) nos remiten a una realidad donde el amor ya no se inserta en las antiguas formas de solidaridad – tales como la familia o la patria– sino que se orienta hacia una empatía de geometría variable, ejercida al ritmo de las modas mediáticas. Un tipo de “amor” que se asemeja al de otras formas “líquidas” de relación interpersonal, como las practicadas por algunos miembros de minorías sexuales o las variedades mercantiles de los sitios de encuentro en Internet. Una concepción del amor bien acompasada a los tiempos neoliberales.



El clasismo progre encierra una gran paradoja, en cuanto es un síntoma del fin de eso que el socialismo tradicional llamaba “conciencia de clase”. Un cambio sociológico que tiene lugar, precisamente, cuando la desigualdad es más creciente que nunca y se convierte en el mayor problema del siglo XXI. Pero en virtud del imaginario dominante – neoliberal, individualista y narcisista – los ciudadanos rechazan reconocerse en la división tradicional de clases. El clasismo progre es parte activa de esa actitud de rechazo, en la medida en que responde a un intento de no ubicarse en la parte inferior de la escala social, de no confundirse con la clase trabajadora (lo que sería admitir un descenso social y un fracaso). La apología cultural del lumpen encubre una forma de esnobismo, en cuanto el lumpen – y ahí reside su pretendido radicalismo – rechaza pertenecer a ninguna “clase”. Una pose transgresora para la que Foucault, con su estética dandi, suministraba un aval de prestigio.

El clasismo progre participa en eso que el escritor francés Renaud Camus denominaba “la dictadura de la pequeña burguesía”. A medida que crecen las desigualdades sociales, a medida que se comprimen las clases medias, el modelo cultural de clase media se consolida como el único posible, dado que nadie quiere reconocerse en riesgo de desclasamiento. Consecuencia: ya no hay defensa de intereses comunes – la sociedad de la “diversidad” lo hace cada vez más difícil – pero todos coinciden en lo mismo: en la religión del consumo y en la idea de éxito material como máxima expresión de una vida cumplida.[12] El clasismo progre coadyuva en esa estrategia neoliberal de extensión del individualismo, a través de la desmoralización de los trabajadores y la desactivación de su conciencia de clase. Es lo que Owen Jones denomina la “demonización” de la clase obrera: debajo de la clase media parece no existir nada más, salvo los fracasados del sistema.[13]



La revolución ya no es lo que era

Vivimos en una época en la que las revoluciones se proclaman desde las pasarelas de moda, desde la alfombra roja de Cannes y desde las páginas de Vanity Fair. A partir de la revolución sexual de los años 1960, todas las revoluciones tienen un carácter prêt à porter. Más que de imperativos económicos o políticos, la revolución es una cuestión de catálogo o de menú a la carta. Revolución “feminista”, revolución “vegana”, revolución “transgénero”, revolución animalista, revoluciones de colores… se trata de elegir la que más nos guste. Nuestra identidad se expresa en nuestra elección.

En la sociedad de consumo, la “contestación” es chic, fotogénica y creadora de tendencias. Se despliega a escala global, coreografiada por los medios de comunicación, por el show–bussines internacional, por las Naciones Unidas, por los gobiernos y por los “Soros and Company”. La contestación se nutre de las formas en boga del “pensamiento nómada”, de las moderneces de obsolescencia programada, de las luchas contra viejos y nuevos fantoches (el “hetero–patriarcado”, el “fascismo”), de la condena de todo aquello que no esté alineado con el orden neoliberal (por “populista”, por “nazi”, por “estalinista”). En realidad, como señala Christian Laval, se trata de una contestación que está “trucada de antemano, porque sólo denuncia lo que ya no está ni en el orden del día ni en la agenda del poder gubernamental. La contestación sirve como una contra–maniobra del poder, que utiliza la denuncia para relegitimarse a partir de la misma fuerza de aquello que aparenta atacar”.[14] Su función es participar en el coro (falsamente polifónico) de la “sociedad abierta” popperiana. Un simulacro de pluralismo tras el que se oculta un vasto partido transversal, un partido del centro o del “justo medio”, protegido y blindado por una concepción judicializada del pensamiento y por el celo vigilante de la corrección política.

¿Quién ha sido el principal factotum de todo este desarrollo? La izquierda posmoderna es la que ha consumado esa revolución en la revolución: la problemática identitaria ha reemplazado a la problemática de la explotación; el combate por el “respeto”, la “inclusión” y la “dignidad” ha reemplazado al combate por la redistribución de las riquezas; la lucha contra los efectos de la desigualdad ha reemplazado a la lucha contra las causas de la desigualdad. En la era posmoderna las protestas se conjugan no desde el plano racional y político de la rebelión, sino desde el registro sentimental y moralista de la indignación. Decía Sartre en los años 1960 que nos encaminábamos hacia un marxismo “moral”; lo que equivale a decir: hacia la disolución del marxismo. A partir de los años 1980 el “socialismo científico” se verá sustituido por un fervor samaritano a favor de los excluidos, los desheredados, los humillados y los ofendidos. Nada tiene de extraño que la izquierda posmarxista confluya, en muchos aspectos, con un cristianismo social que sustituye el odio a la pobreza por el amor hacia los pobres. Una evolución ideológica que resulta muy funcional para los intereses del neoliberalismo.



“Izquierda y derecha”, “progresistas y conservadores”, “rojos y fachas”: los gastados trampantojos destinados a desviar nuestra atención­. Es preciso poner el lenguaje y el pensamiento a la hora actual. La izquierda posmoderna y el orden neoliberal mantienen una relación simbiótica, ésa es la realidad. Una simbiosis que cristaliza teóricamente – nunca se insistirá lo bastante en ello ­– en Michel Foucault, en la French Theory y en la posmodernidad made in USA. Toda una nebulosa intelectual que encarna la transición desde una era idealista y dialéctica – la de las luchas y los proyectos colectivos– hacia la era “post–metafísica” del individuo des–historizado, emancipado de cualquier determinación que le sobrepase. A partir de los 1980 toda la izquierda puede considerarse en mayor o menor medida como “foucaltiana”. Porque el autor de “Vigilar y castigar” continúa vivo en casi todas las obsesiones, lugares comunes y modas ideológicas “progresistas”. En los tiempos foucaltianos la revolución no consiste en transformar el mundo, sino en adaptarse a él. La revolución es cosa de “estar al día”, de seguir la moda, de asumir al espíritu del tiempo, de plegarse al rodillo compresor de la desregularización, la liberalización y la homogeneización del planeta, al compás de un ideal de emancipación individual tras el que se camufla un neoliberalismo ajeno a cualquier idea de límite.

¿El objetivo final? Una globalización a doble cara: post–occidental en el plano cultural (los países occidentales serán multiculturales y mestizos) y occidental en el plano de los “valores”, lo que quiere decir: extensión universal del principio de libre competencia y un capitalismo que, desembarazado de cualquier referencia “arcaica”, será asumido como norma general de vida.[15] Se trata de un “pensamiento único” que se da aires de evidencia, que se impone como el orden natural de las cosas, un orden frente al que no caben más alternativas que las propias de la franja de lunáticos (lunatic fringe) o las ideologías odiosas e impresentables. Es el famoso “No hay alternativa” (There is no alternative) de Margaret Thatcher.

¿No hay alternativa? Si aceptamos ese axioma, estamos aceptando el fin de toda política. Porque en sentido estricto sólo hay política – explica Jacques Rancière – “cuando hay por lo menos dos ideas sobre cómo repartirse el mundo. Pero cuando sólo hay una, entonces no hay política, sino policía (en el sentido decimonónico de policy, police), administración ordinaria, funcionamiento bien lubricado del estatu quo.”[16] Al promover una “contestación” que se declina en términos de indignación y de superioridad moral, la izquierda posmoderna contribuye a esa despolitización del debate público, al tiempo que sustituye la confrontación de alternativas por una política compasiva saturada de gesticulación virtuosa.

Lo que no tiene nada de extraño. La izquierda posmoderna no se identifica con el obrero o con el proletario – figuras ambas de tiempos pretéritos –, sino con la figura del “Otro”. Un Otro ubicuo que se presenta, casi invariablemente, bajo los rasgos del gran héroe de nuestro tiempo: la víctima.










[1] Andrés Navamuel, “El lumpenproletariado del siglo XXI” (http://www.posmodernia.com).

[2] Ernesto Laclau, La raison populiste, Seuil 2005, pp. 177–178.

[3] Como festival de pedantería posmodernista, la obra de Laclau raya a gran altura. El profesor argentino escribe sobre la “aserción estática de oposición binaria”, la “heterogeneidad no dialécticamente recuperable”, la “frontera antagónica”, los “significantes flotantes”, las “cadenas equivalenciales”, la “integración simbólica” y las “materialidades de la estructura discursiva”. (Ernesto Laclau, La raison populiste, Seuil 2005, pp. 177–178).

[4] Stephen Eric Bronner, Critical theory, a very short introduction, Oxford University Press 2011, p. 90.

[5] La idea se aproxima al concepto actual de “Renta básica universal”, aunque no se confunde con ella. Daniel Zamora, “Foucault, les exclus et le dépérissement néoliberal de l´État”. En Critiquer Foucault. Les années 1980 et la tentation néoliberale. Éditions Aden 2014, pp. 108–109. También: Anselm Jappe, Les aventures de la marchandise. Pour une critique de la valeur. Éditions La Découverte 2017, p. 264.

[6] José Luis Moreno Pestaña, citado por Daniel Zamora en Obra citada, p. 110.

[7] De forma significativa, para Ernesto Laclau y sus seguidores de izquierda populista el “pueblo” no pasa de ser un “significante vacío” que es preciso llenar de contenido (“construir pueblo”).

[8] Ernesto Laclau, Obra citada, p. 181.

[9] Sobre el fenómeno del “precariado”: análisis de Fernando Vaquero Oroquieta en el periódico digital La Tribuna del País Vasco: “Podemos: el partido revolucionario del precariado” (8 de febrero 2016) (latribunadelpaisvasco.com).

[10] Maxime Ouellet, La révolution culturelle du capital. Les Éditions Écosocieté 2016. P. 143.

[11] Maxime Ouellet, La révolution culturelle du capital. Les Éditions Écosocieté 2016. P. 143–144.

[12] Renaud Camus. La dictature de la petite bourgeoisie. Éditions Privat 2005.

[13] Owen Jones, Chavs: La demonización de la clase obrera. Capitán Swing 2012.

[14] Christian Laval, Foucault, Bourdieu et la question néolibérale. Éditions la découverte 2018, p. 111.

[15] Una perspectiva que Josep Piqué (antiguo Ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de José María Aznar) triunfalmente denomina “la síntesis neo–occidental”, el modelo definitivo de la futura sociedad globalizada. Josep Piqué, El mundo que nos viene: retos, desafíos y esperanzas del siglo XXI ¿un mundo post–occidental con valores occidentales? Deusto 2018.

[16] Danuele Giglioli, Crítica de la víctima. Herder 2017, p. 113.
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

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“Big Other”

Cuando en “1984” George Orwell imaginaba la figura del “Gran Hermano” (Big Brother) no sabía que éste iba a adoptar – varias décadas después – no la apariencia de un tirano cruel y sanguinario, sino la forma impersonal y ubicua del “Otro”. Del “Big Brother” al “Big Other”, itinerario de una guerra contra las libertades.

¿Quién o qué es exactamente “Big Other”? Hace algunos años, el novelista francés Jean Raspail se refería a él en estos términos: “Big Other” patrulla sobre todos los frentes. Se ha apropiado de la caridad cristiana – aquella que debemos a nuestro prójimo cercano – y la ha desviado en su provecho, atribuyéndose los méritos. “Big Other” – continuaba Raspail – es como el Hijo Único del pensamiento dominante, de la misma forma en que Jesús es el Hijo de Dios y procede del Espíritu Santo. Se insinúa en las conciencias. Embauca a las almas caritativas. Siembra la duda en los más lúcidos. Nada se le escapa y no deja que nadie se escabulla. Su palabra es soberana. Y el buen pueblo le sigue hipnotizado, anestesiado, rellenado como una oca por un amasijo de certitudes angélicas…”.[1] Big Other no es un rostro concreto, sino que es multitud; es la vanguardia y la personificación de la multitud, un dispositivo supra–personal que nos observa y que nos vigila.



“Big Other” es una de las maneras en las que se manifiesta el gran héroe de nuestro tiempo: la víctima. Y es también el disfraz de una realidad tan vieja como el hombre: el poder.



“El Otro”: construcción de un tótem posmoderno

La construcción del “Otro” como objeto de culto posmoderno arranca, como no podía ser menos, de la Escuela de Frankfurt. Al asomarnos de nuevo a este fecundo club filosófico (auténtica marmita de las ideas que han remodelado occidente) conviene insistir, una vez más, en que no nos encontramos aquí ante un despliegue de “marxismo cultural” sino de posmarxismo. Como sabemos, el interés de los intelectuales de Frankfurt se dirigía principalmente al hombre y a la sociedad, no a la econometría o a la justificación del determinismo económico. El objeto de su preocupación eran los conflictos que emanan de la alienación y la reificación de los individuos, dos resultantes nefastas – según los frankfurtianos– de una sociedad totalmente administrada y jerarquizada. Los remedios debían ser, en consecuencia, no tanto políticos como filosóficos y psicológicos, según un modelo que recuerda al del psicoanalista y su cliente en el diván. Así se entiende que, a partir de entonces, la crítica cultural comenzara a eclipsar a la crítica económica y que el análisis socio–político se orientara por los cauces de la psicología.[2]

La progresiva deificación del Otro responde también a esta deriva psicologizante: el Otro se configura como un vigía moral que nos impele a abandonar nuestro egotismo, a sumergirnos en corrientes de empatía, a abrirnos a la alteridad. De lo que se trata finalmente es de superar la alienación y la reificación que atenazan a los individuos, a través de un proceso de identificación con aquello que no es nosotros, de fusión con aquello que se encuentra más allá de nosotros: el Otro.

En su culto al Otro, la teoría crítica frankfurtiana asume el papel de centinela de la esperanza, algo así como el vigía que anuncia la proximidad de una costa salvífica. Los teóricos frankfurtianos adoptan aquí un contrapunto místico–escatológico, en el que se advierte una sensibilidad judía muy marcada por las atrocidades de la segunda guerra mundial. En la estela de estos pensadores judeo–alemanes, el remedio contra la deshumanización de Auschwitz vendría de la mano de una apertura al Otro que, de puro incondicionada, revierte de facto en la negación de uno mismo. La identidad del Otro adquiere así tintes sagrados y redentores, mientras que la identidad propia se desvaloriza. Esta vena redentorista – muy visible, por ejemplo, en el pensamiento utópico de Ernst Bloch – explica la influencia que la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt ejerció sobre la teología de la liberación latinoamericana, dando lugar a una vulgata que ensambla las reivindicaciones tercermundistas con el discurso sobre la “culpa” y la deuda histórica de occidente (un argumento – el de la culpa – también muy explotado por Jean Paul Sartre). El Otro es, por definición, casi siempre una víctima. Y al asumir su conciencia culpable, occidente asume una visión romántica de las identidades ajenas que, a su vez, rechaza para la suya propia. Se trata de una actitud en cuyo fondo bulle la vieja idea del “Buen salvaje” de Rousseau, el ilustre pionero en la idealización occidental del Otro. La ideología sinfronterista y la visión seráfica de la migración como un hecho globalmente positivo – dogma oficial del establishment mundialista– bebe de esta visión arrebolada del Otro como fuente de gracias y bendiciones.



“Big Other” se erige como el gran tótem de los tiempos posmodernos, como última y definitiva instancia en el tribunal de la humanidad. Su proceso de construcción aúna dos temáticas que se retroalimentan: la de la identidad y la de la víctima. Dos ideas troncales de la izquierda posmoderna.[3]



La invasión de los matones–llorones

“Espacio libre de violencias machistas”. “Espacio libre de apartheid, racismo y xenofobia”. “Espacio libre de homofobia, transfobia y serofobia”. “Espacio libre de esto y de lo otro”. El lenguaje relativo a los “espacios libres” procede – como todas las modas de la corrección política– de los Estados Unidos. Su proliferación alberga, potencialmente, efectos imprevisibles.

El concepto de “espacios seguros” (Safe spaces) nació en las universidades americanas como la práctica de habilitar aulas para que ciertos grupos de estudiantes – normalmente gays o transexuales – pudieran reunirse sin ser molestados. Posteriormente el concepto se expandió, y hoy se refiere a espacios permanentemente habilitados para que los estudiantes de una u otra “comunidad” (étnica, sexual, religiosa, ideológica) puedan relacionarse entre ellos sin verse expuestos a las “(micro) agresiones” o traumas que les provoca verse confrontados a opiniones diferentes de las suyas. El asunto evolucionó hacia una progresiva tribalización de la vida universitaria, con una remodelación de los espacios públicos según parámetros identitarios. Con otra derivada: la práctica de los “espacios seguros” desembocó en un clima de intolerancia e intimidación, con las libertades de expresión y de reunión coartadas por el celo vigilante de los defensores de las minorías.[4]

La polémica de los “safe spaces” en el mundo anglosajón combina los dos factores ya mencionados: el reconocimiento de las identidades “oprimidas” y la moral victimista. Éstos son los dos pilares de la ideología del Otro. En el contexto de la polémica de los safe spaces, la expresión “cry bullies” (matones–llorones) designa a la perfección el perfil de aquellos que, amparándose en la superioridad moral de su estatus de “víctima”, pretenden imponer sobre los demás su propia visión de las cosas. Tras las reivindicaciones justicieras y los delirium tremens moralistas se agazapa, por tanto, una cuestión de poder. Como señalaba el historiador italiano Furio Jesi, “quien controla una máquina mitológica tiene en su mano la palanca del poder”. La mitología victimista es hoy una palanca de poder, el primer disfraz de las razones de los fuertes.[5]



¿Cómo se “construye” una víctima? La cuestión no es baladí, en cuanto la moral victimista constituye, hoy por hoy, la piedra angular del funcionamiento de nuestras democracias. Asistimos durante las últimas décadas a una reconfiguración de la idea de democracia: ésta ya no se define por el respeto a la opinión de la mayoría, sino por la forma en la que trata y protege a las minorías. Lo que nos encontramos aquí es algo de mucho más calado: la erosión del principio de soberanía nacional (idea motriz de la democracia moderna y del liberalismo clásico) y su sustitución por un principio procedimental de respeto a los derechos humanos. La promoción de las minorías y el establecimiento de facto de una “minoricracia” – impulsada por las políticas de izquierda posmoderna – tiene un carácter instrumental para el neoliberalismo, cuya agenda apunta hacia la superación de las naciones soberanas. Pero para llegar hasta este punto era necesaria una maduración, filosófica e ideológica, en los laboratorios de la posmodernidad.



La víctima como fetiche

Cuando a partir de los años 1970 los intelectuales posmodernos reflexionan sobre el dolor y sobre la víctima, el asunto contaba ya con un considerable pedigrí filosófico. Como señala Francois Bousquet “a partir de 1945 y bajo el impulso de la “teoría crítica” frankfurtiana, la sociología devino miserabilista, la etnología devino dolorista, la teología devino expiatoria; un ecumenismo de la penitencia se extendió a toda la sociedad, desde la alta cultura a la cultura popular”.[6] Tomando el relevo de la escuela de Frankfurt nos encontramos de nuevo con… ¡Foucault! En la elucubración sobre víctimas y sufrimientos, el filósofo de “Vigilar y castigar” tenía forzosamente que encontrar una mina. Foucault la explotó a fondo, para brindar al neoliberalismo su hallazgo más precioso: la sustitución de la lucha de clases por la confrontación identitaria.

Conviene tener presente que, antes que nada, la víctima genera identidad. “¿Quién soy? Soy una víctima, algo que no puede negarse y que nadie podrá quitarme nunca”.[7] La identidad victimista se presenta forzosamente como identidad minoritaria. No se trata – para las minorías– de apoderarse de las palancas del Estado, sino de desarrollar espacios de “autonomía”: un designio perfectamente en línea con la lógica libertaria y anti–normativa del neoliberalismo. El posmodernismo foucaltiano abre la vía a la “minoricracia”, y con ello al abandono de la praxis política marxista. No en vano el posmodernismo favorece “un estallido de lo social en una miríada de singularidades, las cuales pugnan por reagruparse y formar una coalición que conduzca a la mayoría hacia la emancipación. La lucha a favor de los excluidos de todo tipo, de todas las víctimas de todas las discriminaciones, era algo ciertamente impensable para las organizaciones marxistas, que se consagraban únicamente a la defensa o a la representación del proletariado”.[8] Pero con Foucault se clausura definitivamente – en el terreno filosófico– la era del proletariado. Comienza la era del narcisismo dolorido, la era del individuo–víctima.



En la filosofía posmoderna y en la estela de Foucault, el dolor, el sufrimiento y la culpa se sitúan en el epicentro de la reflexión moral. Todos y cada uno de los filósofos posmodernos harán profesión de fe dolorista. Para Francois Lyotard es preciso ante todo “dar testimonio” de la disonancia, especialmente de la de los demás. Para Richard Rorty la solidaridad consiste en “la capacidad imaginativa para ver gente extraña como compañeros de sufrimiento”, de forma que la función del intelectual no es reelaborar una teoría social, sino promover la sensibilización hacia el sufrimiento ajeno. Para Jacques Derrida el reconocimiento de la muerte del “otro” es el fundamento de toda ética. Para Giorgio Agamben el paradigma biopolítico de occidente no se sitúa en la ciudad, sino en el campo de concentración. Para Pierre Bourdieu es preciso reconocer, junto a la “miseria de condición” (aquella que deriva de circunstancias objetivas, pobreza, enfermedad, etcétera), la “miseria de posición”: aquella que es subjetivamente experimentada con independencia de las circunstancias objetivas (lo que explica que el victimismo sea una fábrica de identidades ficticias). Para Judith Butler la vulnerabilidad – el hecho de estar abiertos a la violencia del otro – es lo que nos identifica como sujetos. Ser sujeto es ser susceptible de ser abusado. Y así sucesivamente.

En su desenvolvimiento pleno, el enfoque dolorista se extiende más allá de las fronteras de lo humano. El movimiento “anti–especista” sitúa la condición de víctima en el centro del destino animal, sobre la base el sufrimiento que los animales padecen por causa del hombre. La espiral dolorista se extiende también ¿por qué no? a las plantas, al mundo mineral y a la tierra. Paradójicamente y cerrando el círculo, la ideología victimista desemboca en una especie de anti–humanismo.[9]

De forma significativa, la “crisis del Sujeto” y la “muerte del Hombre” (Foucault) son dos objetos de meditación posmodernista. Tras medio siglo de deconstrucción, parece que sólo ha quedado una cosa incólume: el principio de inocencia de la víctima. Se produce una inversión de perspectivas: la vulnerabilidad es potencia, el desvalimiento es fortaleza. Los niños, los inválidos, los pobres de espíritu: ellos heredarán no ya el reino de los cielos, sino el hic et nunc de la legitimidad y la gloria ciudadana. Así se explica –señala Daniele Giglioli – que el estatus de víctima se configure hoy como “una casamata, como un fortín, como una posición estratégica para ser ocupada a toda costa”. Y no es extraño que “quien desee el carisma de la Verdad para sostener su propio discurso, se sienta tentado por la mentira para hacerse pasar por la víctima que no es”.[10] Al fin y al cabo la víctima genera liderazgo: no hay mayor fanatismo ni dogmatismo que el de aquél que asegura luchar contra la injusticia, que el de aquél que habla en nombre de las víctimas. De esta forma la víctima se convierte en el nuevo vehículo del poder, porque en un mundo en el que la Verdad ha desaparecido, la víctima siempre tiene razón.

Pero no hay víctimas sin culpables.



Tiranía de la penitencia

“Todo niño que muere de hambre muere asesinado”. Eso decía en 2005 el sociólogo suizo Jean Ziegler, entonces relator de la ONU para la alimentación. Más allá de su intención de remover conciencias, conviene reparar en el reduccionismo que implica una transferencia de culpa: por cada niño que muere de hambre hay necesariamente un asesino. ¿Verdaderamente? En la frase se advierten los ecos de la ya referida tradición filosófica. Para Enmanuel Levinas – seguramente el máximo inspirador de la ética contemporánea – toda muerte (en tanto que prematura) implica en realidad un homicidio y conlleva una responsabilidad moral del superviviente. Para la mayoría de los posmodernos, la idea de dignidad humana sólo es accesible a través de la humillación y la ofensa. Lo que significa que la omnipresencia de los agresores y los opresores – de los culpables – es conditio sine qua non para sostener y robustecer la idea de dignidad humana. Todos somos por lo tanto culpables, y todos estamos llamados – si queremos redimirnos – a residir en la condición de víctima ontológica. La culpabilidad forma parte de los atributos del sujeto. Reminiscencia de la idea cristiana del pecado original: humanidad y culpa van a la par.

La cuestión es entonces saber: ¿quiénes son los Administradores de esa culpa? ¿Quiénes son los Sacerdotes de la mala conciencia? Aquí se encuentra de nuevo agazapada la cuestión del Poder.

La moral victimista es maniquea, en el sentido de que el mundo está dividido entre oprimidos y opresores, entre buenos y malos. En la doxa posmoderna – más concretamente, en la tradición de la French theory y los cultural studies americanos – la condición de víctima no depende de unas circunstancias pasajeras, sino que se asigna al “ser” (la orientación sexual) o al origen (cultural o étnico) de las personas, especialmente si esos orígenes son extra–occidentales. La moral victimaria funciona al unísono con la mitología del “Otro”: la que se encarna en el “musulmán”, en el “sin papeles”, en el refugiado, en el recluido en un campo de concentración. Conviene no perder de vista las implicaciones políticas de todo ello, su función de blindaje del conformismo ideológico. Como señala Daniele Giglioli “so pretexto de una moral universal de bajo coste y alta rentabilidad – al no ser problemática – el credo humanitario es más bien una técnica, un conjunto de dispositivos que disciplinan el tratamiento de las palabras, de imágenes sabiamente articuladas en iconos y glosas, de reacciones emotivas impuestas a los espectadores, una estetización kitsch, un sensacionalismo reductivo, una naturalización victimista de poblaciones enteras”.[11]



Se trata también de una cuestión de representación y puesta en escena. Es innegable –señala Myriam Revault d'Allonnes – “la relación íntima entre lo compasivo, lo espectacular y el espectáculo”.[12] La moral victimaria se aviene a la perfección con el funcionamiento de los medios. No en vano “el tono moral, grandilocuente, de la ética posmodernista proporciona al periodista una cátedra de profeta imprecador, muy teatral, que ha transformado el discurso de los media en un discurso de denuncia permanente, de revelación pública de las taras de unos y de otros” (Shmuel Trigano).[13] Como instrumento de poder – o de política/espectáculo – el enfoque victimario es especialmente eficaz en su aplicación a las relaciones exteriores. “Es evidente – continúa Giglioli – que lo humanitario ha suministrado la primera fuente de legitimidad a casi todas las últimas guerras, de Somalia a la antigua Yugoslavia, de Afganistán a Irak, superponiendo a la imagen esplendente del guerrero las figuras más tranquilizadoras del policía, el médico o el tendero de la esquina”. [14] Quien está con la víctima – o quien habla en nombre de ella – siempre tiene razón.



Victimismo y deconstrucción de la democracia

Nuestra tesis es que la ideología victimaria, a pesar de su engañosa apariencia, se inscribe plenamente en la dinámica neoliberal. ¿Cómo se efectúa ese encaje?

Como bien sabemos, el neoliberalismo se sostiene sobre una ontología individualista: la del hombre como empresario de sí mismo. En ese contexto las identidades, lejos de remitirse a determinaciones fijas – la nación, la raza, la familia, la iglesia, el partido político – se ven sometidas a un estado de reconstrucción permanente, con el objetivo de amoldarse a un patrón de optimización individual: el propio de una sociedad competitiva al máximo. La nueva cultura del capitalismo se fundamenta en eso que Boltanski y Chapiello llamaban las “identidades–proyecto”: identidades personalizadas, fluidas y cambiantes, adaptadas a una lógica de redes. La libertad de elegir se manifiesta también en el derecho a construir la propia subjetividad. En ese contexto el neoliberalismo no sólo privatiza los servicios públicos, sino que privatiza también las identidades. Es ahí donde interviene la dinámica victimista.

El victimismo es una fábrica de identidades particularizadas, sectoriales, escindidas de las determinaciones colectivas que, ésas sí, contienen una auténtica dimensión política. Al promover un ego hipersensible que reclama su derecho al lloriqueo, a la felicidad y al respeto de sus sentimientos, la ideología victimista refuerza a los poderosos, consuela a los subalternos y, a un nivel más general, cumple la función de despolitizar el espacio público.[15] La democracia se reconduce así a una política de la empatía y del buen rollito, se rebaja a los cambios de humor de una ciudadanía cada vez más infantilizada. “La invasión de lo político por lo compasivo – escribe Alain de Benoist – es correlativa a la inundación de la esfera pública por lo privado. La generalización de los buenos sentimientos acompaña y agrava el repliegue del hombre sobre su esfera privada. La vida política bascula así hacia una “sociedad civil” llamada a participar en la “gobernanza”, por unas “reivindicaciones sociales” que no tienen ya la menor relación con el ejercicio político de la ciudadanía".[16] La palabra clave es “gobernanza”.

La promoción de la víctima forma parte de esa transformación de la idea y la práctica de la democracia a la que aludíamos anteriormente. La retórica sobre el “empoderamiento” de los diversos colectivos, la insistencia en “espacios de autonomía” para las minorías oprimidas, las exigencias de “inclusión”, de participación y de comunicación… todo ello se inserta en la muy neoliberal idea de “buena gobernanza”. Ésta viene básicamente a decir que la democracia no está ya en función de las consultas populares y de la voluntad de la mayoría, sino del respeto a unas reglas procedimentales de gestión y arbitraje de intereses dispersos. Lo político se disuelve en lo administrativo (management) y lo público se diluye en lo privado. No en vano el mundo de la gobernanza es aquél que instituye la primacía de los jueces, de las formas no electorales de participación, de la llamada “sociedad civil” (ONGs):una forma de despotismo ilustrado. En esa tesitura el “pueblo” es siempre sospechoso. Por eso es mejor deconstruirlo.[17]

La ideología victimista es un instrumento de deconstrucción de las naciones; de “fluidificación” de las mismas en amalgamas de proyectos particulares, de grupos de interés, de “comunidades” de diversa procedencia (la llamada “diversidad”) unidas solamente por vínculos contractuales y por un marco legal común garantizado por los jueces. No en vano, vivimos en la edad de oro de los jueces–estrella y de los Tribunales internacionales. Objetivo último: colocar a las naciones en una situación en la que pueden ser reconstruidas, sobre la base de normas importadas y de regulaciones exógenas, de forma que se pueda tomar el control de ellas desde el exterior.[18]

Que todo cambie, para que todo siga igual

La izquierda posmoderna es la principal impulsora del concepto enfático del “Otro”. El Otro es un tótem con dos cabezas: “la multitud” (proyección de una humanidad indiferenciada) y “las minorías” (necesariamente víctimizadas). Esta doble tenaza tiene como finalidad favorecer el mundialismo y afianzar la gobernanza neoliberal.[19]

Decíamos que el posmodernismo es una filosofía de la fragmentación, de la singularidad, de la individualidad. Lo que equivale a decir: de las multitudes y de “la gente”. Al fin y al cabo, la gente (y aquí reside su diferencia con el pueblo) no deja de ser un mero agregado de individuos, mientras que la noción de multitud –señala Maxime Ouellet– responde a una ontología individualista que define al ser por sus deseos.[20] Por eso Michel Foucault y Toni Negri – el teórico de las “multitudes” como sujeto global del poscapitalismo – se dan la mano como santones del neoliberalismo de izquierda. La ideología posmodernista cumple una función histórica: la de oxigenar el capitalismo, la de acompañarlo en sus mutaciones, la de aportar renovadas vías de legitimación a la gobernanza neoliberal. En esa tesitura, la ideología participa en una dinámica de poder en tres niveles: la izquierda posmoderna se ocupa de la gestión de los “usos y costumbres”, los liberales “hayekianos” se ocupan de la gestión de la economía, y la socialdemocracia de “tercera vía” se encarga de la gestión política. Los tres niveles (cultural, económico y político) conforman el “bloque hegemónico” que – como sintetiza a la perfección Maxime Ouellet– componen la gobernanza del neoliberalismo.[21]



No sería justo decir que las reivindicaciones sectoriales y la agitación de las minorías carecen totalmente de dimensión política. La conversión de las cuestiones comunes en cuestiones particulares es, efectivamente, un factor de despolitización, pero sólo dentro del orden neoliberal. Pero cuando ese orden se ve amenazado desde fuera – o cuando sufre sobresaltos que entorpecen su hoja de ruta – las minorías asumen, con disciplinada coreografía, el papel de fuerza cipaya al servicio de la oligarquía mundialista. ¿Ejemplos? La utilización de las minorías LGTB en el agit–prop frente a regímenes incómodos para occidente (como la Rusia de Putin) o la movilización masiva del movimiento feminista frente a la presidencia de Trump (con el bombo mediático del show business internacional) son dos episodios suficientemente elocuentes. En todos estos casos, la izquierda posmoderna tocará a rebato contra las fuerzas “reaccionarias” y acudirá en auxilio de las causas “progresistas”, es decir, de todas aquellas que son promovidas por la superclase transnacional globalizada. La ideología victimista es, en este sentido, una fuerza de orden.

Las nuevas damas de la caridad

La víctima inspira compasión. Pero ¿hay algo más reaccionario que la caridad, entendida no como virtud privada sino como forma instituyente de lo social? En los tiempos pre–posmodernos se contraponía la caridad a la justicia. La idea de fondo era que, cuando la política se desliza por la rampa de lo compasivo (o de lo caritativo) estamos eludiendo acometer los problemas de fondo. Pero hoy corren otros vientos, en los que caridad y justicia van a la par. Junto al “hombre que padece”, el neoliberalismo promueve a cierto tipo de hombre de acción: el empresario solidario. Es la hora del comercio justo, de los especuladores–filántropos, de las banqueras feministas, del charity business. La izquierda posmoderna se integra en el cortejo de los buenos sentimientos y aporta sus propios arquetipos: el activista comprometido, la vieja estrella del rock solidaria, las oenegés como nuevas damas de la caridad… figuras todas ellas que se inscriben en eso que Myriam Revault d'Allonnes denomina “democracia compasional” y que no es más que “una democracia adulterada, desde el momento en que la moral compasiva es un sustituto débil y desviado de lo que Max Weber llamaba la “ética de la convicción”, que se desprendía de la fidelidad a una exigencia incondicional: el deber, el ideal, la religión, la grandeza de una causa, etcétera”.[22] Es decir, de todo aquello que la posmodernidad ha venido a barrer…

La ideología victimista es conservadora. Con la excusa del apoyo a una liberación de las minorías discriminadas, las políticas neoliberales salen indemnes de sus (socialmente) costosos procesos de ajuste. La promoción de las víctimas puede así calificarse – en palabras de Daniele Gigliogi – como “una subalternidad que perpetúa el dominio”.[23] O dicho a la manera de Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual. La izquierda posmoderna se revela, en este sentido, como la mejor lectora de El Gatopardo.



Un lenguaje tan antiguo como el hombre

La izquierda posmoderna es la sacerdotisa de la culpa y de la expiación, la expedidora de certificados de moralidad y decencia. Una izquierda al gusto del día, mitad hípster/mitad Savonarola, instalada en la indignación virtuosa y en el onanismo de la buena conciencia. Allí donde el viejo marxismo se distinguía por el equilibrio formal y la frialdad de análisis– léase a Marx, a Lukacs, a Gramsci –, los sucesores de la French Theory y los studies americanos, carentes del talento de sus maestros posmodernos, se desgañitan en gesticulaciones humanitarias. No es extraño que el tremendismo sentimental se haya apropiado del discurso de izquierdas; un registro lacrimógeno destinado a afianzar el carácter moralmente irrebatible de sus argumentos. ¡La superioridad moral de la izquierda!

Las sirenas de la biempensancia ululan por doquier. Los indignados, las víctimas, los vigilantes de la moral, los Torquemadas de la corrección política, las jaurías incendiarias de las redes sociales… ¿no hablan todos ellos un mismo lenguaje? Un lenguaje tan antiguo como el hombre…

“¡Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de venganza y rencor! ¡Aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables! ¡Cuánta mendacidad para no reconocer que el odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, que arte de la difamación justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia brota de sus labios! (…) ¿Qué quieren propiamente? Representar al menos la justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad…”

“Andan dando vueltas en medio de nosotros cual reproches vivientes, cual advertencias dirigidas a nosotros – como si la buena constitución, la fortaleza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran en sí ya cosas viciosas, cosas que haya que expiar alguna vez: ¡cómo ellos mismos están en el fondo dispuestos a hacer expiar, como están ansiosos de ser verdugos! Entre ellos hay a montones los vengativos disfrazados de jueces, que constantemente llevan en su boca la palabra justicia como una baba venenosa…” [24]

Estas palabras de Nietzsche parecen escritas para nuestra época. Describen la eterna canción del resentimiento. Su caudal y su lenguaje durarán tanto como dure el hombre.

El genio del neoliberalismo – su gran inteligencia estratégica – consiste en poner a su servicio – en instrumentalizar – las debilidades y las pulsiones más elementales del ser humano. Su habilidad para borrar las pistas es infinita. Pero si a pesar de todo conseguimos seguirlas, podremos rastrear – bajo las caretas de la “Justicia”, de “la Víctima” y del “Otro” – las metamorfosis del Poder.

Arrancarle las caretas es un acto de liberación.



[1] Jean Raspail, “Big Other”. Prefacio a la edición 2011 de Le Camp des Saints. Robert Laffon 2011, pp. 24 y 31.

[2] Corrientes contemporáneas como los “lacanianos de izquierda” o la obsesión por patologizar como “fobias” las actitudes que no se ajustan a la moral oficial (“homofobia”, “xenofobia”, etcétera) son derivaciones muy posteriores de estos enfoques de la Escuela de Frankfurt.

[3] El teórico de la Escuela de Frankfurt Max Horkheimer es un ejemplo claro del tratamiento cuasi–religioso de la figura del Otro. Para este autor “cada uno de nosotros tiene un deseo natural por la eternidad, la belleza, la trascendencia, la salvación, Dios – lo que Horkheimer denomina el anhelo por lo totalmente Otro­­. Ese anhelo no hace promesas, no se remite a un ritual ni a una iglesia, pero nos suministra los fundamentos para resistir a la sociedad totalmente administrada y afirmar nuestra individualidad. El anhelo por lo totalmente Otro no tiene nada en común con la religión organizada. Sin embargo, su confianza y su capacidad de negación incorporan la esperanza por el paraíso y la habilidad para afirmar la propia individualidad”. (Stephen Eric Bronner, Critical Theory. A very short Introduction. Oxford University Press 2011, pp. 92–93.
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Shaiapouf
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Shaiapouf »

La izquierda y sus sonajeros

“Hay una guerra de clases, eso es un hecho; pero es mi clase social, la de los ricos, la que la está haciendo y la está ganando”.

Así se expresaba en 2006 el multimillonario norteamericano Warren Buffet en una célebre entrevista en el New York Times.[1] A tenor de sus palabras, no hace falta ser un furibundo trotskista para admitir que, efectivamente, hay una creciente brecha social – si es que no se la quiere llamar “guerra”–, y que a la hora de analizar los problemas de la sociedad occidental el enfoque de clase es, hoy en día, tan o más pertinente que nunca.



¿Una nueva lucha de clases? Esa es una tesitura en la que la izquierda no está ni se la espera. ¿Qué hace, hoy por hoy, la izquierda culturalmente hegemónica? Embargada por la ideología arco iris y el multiculturalismo Benetton, la izquierda celebra la “diversidad”, reivindica las minorías sexuales, radicaliza el feminismo, aboga por las fronteras abiertas, reescribe el pasado (la “memoria histórica”) y persevera en su heroica lucha contra la “sociedad hetero–patriarcal”, contra la iglesia que nos oprime y el fascismo que nos amenaza.

Claro que siempre habrá alguien que diga que todos estos temas son el sonajero que el capitalismo ha vendido a la izquierda, para mantenerla entretenida y tranquila. Pero también cabe pensar lo contrario: que la izquierda no necesita ayudas para equivocarse y que todos estos temas proceden de la propia izquierda; más en concreto: de la izquierda posmoderna, la gran encargada de suministrar al capitalismo los liftings ideológicos de temporada.

¿Ha traicionado la izquierda a sus propios ideales? Cabe más bien pensar lo contrario. La conversión de la izquierda al posmodernismo (y por ende al neoliberalismo) es, en el fondo, un acto de coherencia histórica. Muerto definitivamente el socialismo real – entre la “revolución” de mayo 1968 y la caída del muro en noviembre 1988 –, la izquierda retornó a sus orígenes históricos, que no son otros que los de la burguesía acomodada, heredera y beneficiaria de la ideología de la Ilustración. Es preciso tener en cuenta –como lo ha hecho Jean–Claude Michéa en una serie de trabajos fundamentales – que el origen histórico de “la izquierda” se sitúa, no en el socialismo, sino en el “compromiso histórico” cerrado a fines del siglo XIX (la época del “caso Dreyfus”) entre la intelligentsia progresista y la parte más institucionalizada del movimiento socialista. Pero en los albores del siglo XXI, liberada por fin de sus lastres obreristas, es del todo coherente que la izquierda comparta con el capitalismo, ya sin tapujos, una común esencia liberal, así como una fe dogmática en la religión del progreso.[2]

Por de pronto, los temas “progresistas”, agitados sin interrupción por la industria mediática y el show business internacional, garantizan a la izquierda su hiper–visibilidad y sobre–representación cultural. Pero también cabe preguntarse si, a la larga, la izquierda no estará procediendo con ello a su voladura controlada. Tal vez veamos cosas que hoy son difíciles de imaginar.



Hablemos de clases sociales

Es necesario resituar el enfoque de clase, adecuarlo a una era en la que los actores sociales son difíciles de identificar a primera vista

Reivindicar hoy el enfoque de clase no equivale a desempolvar la visión paleo–marxista de unas clases sociales uniformes y estáticas, con unos grandes capitalistas dedicados a succionar la plusvalía del proletariado. Este enfoque ya no tiene sentido, desde el momento en que es la exclusión – y no ya la explotación– el instrumento que el capital emplea para controlar a las clases subalternas. Por lo demás, la noción de clase social es hoy incierta y fluida, desde el momento en que el sujeto neoliberal es, ante todo, un “empresario de sí mismo”. Todos y cada uno son hoy en día explotados y explotadores, deudores y acreedores, productores y consumidores. A lo que hay que añadir que ya no hay conciencia de clase en sentido marxista, debido a la atomización social impulsada por el neoliberalismo. La posibilidad de una lucha de clases en sentido clásico es cada vez más incierta, desde el momento en que la frontera entre poderes y contrapoderes se ha difuminado. El propio sistema reniega del poder; ésa es su “marca de fábrica” (Shmuel Trigano). El sistema crea su oposición controlada, de forma que los “contrapoderes” pomposamente proclamados por la extrema izquierda no pasan de ser meros parques temáticos, cuando no fuerzas auxiliares en el trabajo sucio de información, intimidación y represión.[3] En la era posmoderna la dominación se ejerce de forma capilar, rizomática, con la colaboración entusiasta de los propios subalternos. Pero el hecho de que los subalternos carezcan de conciencia de clase no hace que los dominantes, ellos sí, ignoren dónde están sus intereses. Un punto en el que uno de los padres de la sociología, Vilfredo Pareto, puede ayudarnos a completar la visión de Marx. [4]



Como es sabido, Marx proponía una explicación de la lucha de clases en términos de oposición entre capital y trabajo. Según los marxistas tradicionales, la eliminación social de los grandes propietarios conduciría, a la larga, al fin de toda dominación. Pero para Pareto esto es un espejismo optimista. La dominación no responde a un cúmulo de circunstancias eliminables, sino que es consustancial a la naturaleza humana. “La dicotomía que opone el trabajo frente al capital – según Pareto – no es más que la forma particular y contextual de una lucha por los recursos y por el poder, cuyo dinamismo deriva de una naturaleza humana que le preexiste y le sobrevivirá”. Lo que permanece invariable, por tanto, es “la propensión de las sociedades humanas a organizarse de forma jerárquica entre las élites que gobiernan y la masa gobernada (…) a lo que se añade una lucha interna en el seno de las élites para mantener o acrecentar sus prerrogativas, aunque para ello deban establecer alianzas de circunstancia con actores sociales fuera de su propia esfera”.[5] La cuestión está en saber dónde está hoy esa clase dominante, cómo se organiza su jerarquía, donde están las alianzas de circunstancia y cuál es su ideología orgánica.

El posmodernismo es la ideología de la clase dominante. El fracaso de la izquierda posmoderna reside en su incapacidad para verlo. Enfrentados a la tesitura de desprenderse de una visión obsoleta de la lucha de clases, las nuevas izquierdas recurrieron a la ya conocida panoplia posmoderna: las minorías como sustitución del proletariado, los “sin papeles” como sustitución de la clase obrera, la “deconstrucción” como sustitución del materialismo dialéctico, las “guerras culturales” como sustitución de la revolución. Algunos en la izquierda denuncian esta situación, pero la apuesta ha sido demasiado fuerte, los esfuerzos invertidos demasiado ingentes, y seguramente ya es demasiado tarde para echarse atrás.

En algo sí tenía razón la izquierda posmoderna: todos esos temas “progres” conforman, hoy por hoy, el marco ganador. Pero no para las nuevas izquierdas en un sentido estricto, sino para el neoliberalismo del que, de forma consciente o inconsciente, ellas también forman parte.



La diversidad: ¿trampa o equivocación?

¿Han sido las nuevas izquierdas víctimas de una trampa del neoliberalismo? ¿Es el posmodernismo una estrategia para acabar con la izquierda? ¿Es la “diversidad” un opio del pueblo hecho de cabalgatas LGTBQ, políticas de género y consignas veganas? Ésa es la tesis de una incipiente crítica en el seno de la izquierda, la cual, presa de ataque de cuernos por la fuga de los trabajadores con el populismo de derecha, enciende las sirenas de alarma y clama por una reapropiación del viejo marxismo y sus esencias obreristas. Una explicación – la de la “trampa”– que, como todas las interpretaciones en clave conspiratoria, resulta poco convincente.[6]

La tesis conspiratoria – que de forma más rebuscada podemos llamar tesis “funcionalista” – es un enfoque teleológico que viene a explicar los fenómenos y los comportamientos en función de las necesidades internas del sistema. Según esa idea, las cosas existen porque responden a necesidades u objetivos que, de alguna manera, han sido predeterminados por ciertos actores: aquellos que “mueven los hilos” de lo que acontece. Se trata de una explicación confortable, en cuanto sirve de comodín para explicar hechos que, de otra forma, parecen confusos o incomprensibles. Pero el problema de los conspiracionismos suele ser la simpleza de sus análisis. Algo así como cuando, en el siglo XVIII, algunos ilustrados explicaban la religión como una impostura de los curas para dominar al pueblo. Pero si queremos entender la deriva posmodernista de la izquierda, el propio Marx señala un camino más adecuado.



Si en algo destaca la obra de Marx, es en frialdad de análisis. Por mucha que fuera su indignación ante las miserias del proletariado, el autor de “El Capital” rechazaba las explicaciones en clave subjetiva, psicológica o moralizante. Nunca en su obra se explican los manejos del capital en términos de maquiavelismo o de rapacidad de un grupo social concreto (los capitalistas, en sí, no son ni “buenos” ni “malos”). En la visión marxiana, todos los agentes sociales – capitalistas, burgueses, proletarios – obedecen a un proceso que en gran parte se les escapa, en cuanto está impulsado por las contradicciones de una sociedad cuya célula germinal es el fetichismo de la mercancía. Una tesitura en la que los hombres son en gran medida los ejecutores de una lógica externa, y en la que los procesos de socialización forman una dinámica que se auto–regula de forma autónoma.[7]¿Qué quiere decir todo esto, al explicar el nacimiento de la izquierda posmoderna?

Simplemente: tanto el neoliberalismo como el posmodernismo forman parte de esa lógica externa, en la que ambos fenómenos confluyen de forma natural. Ni el posmodernismo es un “complot” del neoliberalismo, ni hay conspiración que valga. Los posmodernos de izquierda son sólo un producto de su época, o si se prefiere, son una hegeliana “astucia de la Historia” en la fase neoliberal del capitalismo. Una idea que, no obstante, debemos manejar con precaución, si no queremos caer en esa visión teleológica que criticábamos arriba. Las cosas han sucedido así, pero también hubieran podido suceder de otra manera. Porque frente a lo que afirma el marxismo vulgar, los procesos sociales no están determinados por los modos de producción (la llamada “infraestructura”) sino condicionados por ellos.[8]

Sea como fuere, la izquierda posmoderna sigue a lo suyo, convencida (tal vez sinceramente) de que constituye un gallardo contrapoder frente al neoliberalismo. ¿Dónde reside su error? Simplemente, en no ver hasta qué punto está condicionadapor la forma neoliberal de (re)producción de lo social; en no asumir hasta qué punto es la impulsora un proceso que la supera.



Capitalismo cool

Obsesionada por la crítica cultural al Estado capitalista, la nueva izquierda ha menospreciado el aspecto determinante de las sociedades avanzadas: la globalización. Ésta consiste –señala Maxime Ouellet – “en la extensión de las formas mercantiles al conjunto de las relaciones sociales, de forma que el capital se instituye como sujeto histórico de la modernidad y el valor mercantil como norma universal de regulación de las prácticas sociales (…) Al incidir en las cuestiones de reconocimiento, identidad y diversidad, el posmodernismo vino a participar en las mutaciones neoliberales de la nueva economía, ayudándola a romper con la figura fría y austera de la organización tecnocrática fordista”.[9] El posmodernismo es la nueva piel del capitalismo progresista, transgresor y cool. Éste no es esencialmente homófobo, heteropatriarcal o etnocentrista, y si hay beneficios por medio es justamente todo lo contrario. Se trata de una verdad de Perogrullo, pero difícil de asumir para quienes sólo se justifican por la existencia de un enemigo imaginario: el capitalismo como orden patriarcal, conservador y autoritario.

No, la izquierda no necesita ayudas para equivocarse. Lejos de ser un implante neoliberal en el seno de la izquierda, el posmodernismo tiene su origen en la propia izquierda. En sus inicios, algunos llegaron incluso a plantear el posmodernismo como una nueva revisión dentro del marxismo.[10] Los teóricos post–sesentayochistas seguramente creían sentar las bases de una nueva praxis revolucionaria. Pero la revisión (por decirlo en términos coloquiales) se pasó de frenada. Al convertirse en posmoderna, la izquierda dejó de ser marxista, dejó de identificarse con las clases trabajadoras y pasó a elaborar mercancías ideológicas que – tras los aggiornamentospreceptivos – podían ser asumidas por los partidos liberales y de derechas. ¿Cuál es el resultado? La izquierda se encuentra ante la necesidad urgente de diferenciarse. Y para ello no puede sino enrocarse y radicalizar la apuesta, asumiendo su progresivo descrédito ante unas clases trabajadoras para las que las cruzadas posmodernas –tales como los niños transexuales, las discriminaciones interseccionales, el lenguaje inclusivo, el antiespecismo, la sororidad, los cuartos de baño transgénero y los micro–machismos de la vida cotidiana – resultan, cuando menos, de importancia secundaria.



La izquierda posmoderna se funde con el neoliberalismo, y eso es una convergencia perfectamente natural. Cuando la nueva izquierda reniega de la palabra “pueblo” (para sustituirlo por “ciudadanos”, “gente” o “multitudes”) y cuando se une a los neoliberales en sus ataques contra el “populismo” (considerado como “de derechas”), lo que en realidad hace es reencontrarse con su verdad íntima, recuperar sus esencias progresistas, renegar de aquél compromiso histórico que, desde los albores del siglo XX la vinculaba, de manera circunstancial, a las clases populares. El resultado final es esa izquierda subvencionada por los especuladores–filántropos internacionales, esa izquierda engreída que los franceses llaman “gauche–bobo” (burgués–bohemia). La izquierda más antipopular y elitista que haya existido nunca.[11]

Un nuevo despotismo ilustrado

Aplicar un enfoque de clase sobre la izquierda posmoderna supone determinar a quién sirve, designar el medio social que le sirve de sustento.

Los orígenes del posmodernismo no deben buscarse entre los sectores más desfavorecidos, ni entre la pequeña burguesía, ni entre las clases medias, ni entre ese “precariado” juvenil y urbano que es su gran apuesta estratégica. Todos estos sectores son sus sujetos pasivos. El posmodernismo es una ideología que se disemina “de arriba abajo”. ¿Quiénes son los de arriba?

“Una clase dominante, hegemónica, si bien exterior a la jerarquía social”: así la define el filósofo Shmuel Trigano. Una “Nueva clase” transnacional, cosmopolita y globalizada, decía hace décadas el sociólogo americano Christopher Lasch.[12] ¿Los Mercados? ¿Los Bancos? ¿Las Bolsas? El carácter difuso e inconcreto de esta nueva clase hace difícil dar con una definición precisa. Es preciso evitar el lenguaje conspiranoico. La Nueva clase no es una conspiración, es una dinámica y es un sistema. La Nueva clase encarna la desmesura del capitalismo globalizado, la capacidad de representarse un universo completamente abstracto, regido por “valores” universales, segregados de la realidad física e inmediata en la que habitan los hombres ordinarios. Una superclase (overclass) sin fronteras, cosmopolita y nómada, que solo se entiende en el más común de los lenguajes posibles: el dinero.

La superclase global conforma un sistema deslocalizado, desidentificado, viral. Pero sus rasgos posmodernos no deben ocultarnos que, en último término, responde a los mismos patrones jerárquicos que describía Pareto. Se trata de un sistema de dominación. Su estructura interna ha sido descrita por autores como David Rothkopf, Jeff Faux, Shmuel Trigano, Michel Geoffroy. Casi todos coinciden en señalar una configuración en círculos concéntricos: la élite global económica y financiera; la corporación mediático–cultural; la “sociedad civil” (las ONGs); las élites públicas gestoras de la “gobernanza” ­(con sus ramas académica, judicial y tecnocrática). En el ADN de todas estas corporaciones está el mantenerse a una saludable distancia emocional, intelectual e incluso física del “pueblo”, a la vez que fomentan un cordón sanitario frente al llamado “populismo”. Las nuevas élites gobiernan a distancia, desde el exterior del sistema político, sin someterse a los mecanismos de control democrático, mientras promueven un proyecto – el multiculturalismo, la democracia “participativa”, la post–democracia, en suma– que imponen sin consultar a las masas, con la displicencia propia de los déspotas ilustrados.

Diseñado en los campus, propagado por los medios, dogmatizado por la “sociedad civil”, impuesto de forma coercitiva por los jueces, el posmodernismo –en su versión progresista y de izquierda – es la “ideología total” que permea toda esta configuración de poder, la que le sirve el discurso legitimador, la que transforma la realidad en “narrativa” (storytelling).

Como en todos los grandes sistemas religiosos, de lo que se trata es de crear un “hombre nuevo”.



La Religión del Caos

Ninguna sociedad es sostenible si no incorpora una idea de trascendencia, una ética y una moral que la dote de un principio de legitimidad. Y eso, que es una regla general para todas, lo es también para la nuestra, la sociedad más inmanentista que haya existido nunca. El posmodernismo funciona como la para–religión de nuestra época. Al igual que muchos sistemas religiosos, se basa en la conciliación o la unión de contrarios. Credo quia absurdum. La fuerza religiosa del posmodernismo se manifiesta en su falta última de coherencia; no en vano se trata de un cúmulo de contradicciones, de una ideología caótica.

Las contradicciones se despliegan en espiral. El posmodernismo “deconstruye” los “grandes relatos”, pero nos impone otro “Gran relato”, totalitario y mesiánico. Considera que toda verdad es relativa, pero él nos dice las cosas tal y como son. Afirma que todas las culturas son respetables, pero que la occidental es culpable. Señala que los valores son subjetivos, pero el racismo y el machismo son el Mal absoluto. Asegura que “todo es política”, pero disuelve la política en gobernanza. Desconfía de los Estados, pero exige más “Estado providencia”. Exalta la diversidad, pero homogeneiza el mundo. Proclama la soberanía del individuo, pero lo encuadra en identidades y “comunidades”. Radicaliza la libertad sexual, pero impone el puritanismo (para luchar contra el “sexismo”). Rinde culto a los “derechos humanos”, pero abre la puerta al trans–humanismo. Dice que la religión es retrógrada, pero que acoger al Islam es progresista. Dice que las razas no existen, pero que el mestizaje es bueno (¿mestizaje de qué?). Dice que la democracia es buena, pero que el pueblo es malo (si vota a los “populistas”). Dice que el feminismo es obligatorio, pero que el respeto a la “sensibilidad cultural” de los inmigrantes también lo es. Proclama la “tolerancia”, pero instaura la corrección política …



Esta lista de incongruencias deriva, de forma necesaria, del método posmoderno por excelencia: la deconstrucción. Éste no persigue la coherencia filosófica sino la coherencia sistémica, es decir, el encaje de todas las piezas en una “ideología total”, en una para–religión que se declina a todos los niveles. Las incongruencias responden a un patrón común, que el profesor canadiense Stephen Hicks resume del siguiente modo: el subjetivismo y el relativismo duran lo que un suspiro, y el absolutismo dogmático es lo que sigue.[13] La pulsión absolutista del posmodernismo nos retrotrae a la cuestión del lenguaje, que abordábamos al comienzo de estas páginas. Ése es el núcleo central de la ideología posmoderna: la destrucción y el control del lenguaje como corazón del nuevo totalitarismo.



Todo es narrativa

“El lenguaje es fascista” – decía Roland Barthes. Al fin y al cabo, el lenguaje obliga a decir determinadas cosas, “disciplina” el pensamiento, lo remite a una realidad “no lingüística”. Pero eso es algo que los posmodernos rechazan de forma tajante. Para los posmodernos el lenguaje conecta sólo con más lenguaje, jamás con una realidad no lingüística. Ellos son “anti–realistas”. ¿Qué es la realidad? Un cúmulo de “constructos” sociales. La realidad es un conjunto de narrativas que se combaten entre sí, hasta un infinito que se confunde con la Nada. De esta forma podemos negar la biología y la naturaleza, podemos imponer el carácter “científico” de la teoría de género, podemos reescribir la historia, podemos fingir que un hombre es una mujer y una mujer un hombre, podemos justificar todas las incongruencias arriba citadas. La rebelión contra la realidad y la destrucción del lenguaje están a la orden del día. De lo que se trata es de crear una Nuevalengua.

Recordemos la novela 1984 de George Orwell. El lavado de cerebro del protagonista culmina cuando éste admite que “2 + 2 = 5”, porque así lo dice el Partido. La realidad y el lenguaje se someten al código de comunicación dictado por el tirano, a su narrativa. La corrección política opera desde los mismos principios. La omnipresencia de la palabra “narrativa” (storytelling) en el lenguaje político no es nada casual, porque nos remite al hecho de que el lenguaje ya no intenta distinguir entre lo verdadero y lo falso, sino persuadir en un sentido o en otro. Se trata de un término extraído del marketing anglosajón. No se trata ya de argumentar sino de seducir. No se trata ya de refutar sino de intimidar. Seducir e intimidar: los principios de la corrección política. “Extender una narrativa”, “adueñarse del relato”: dos expresiones, omnipresentes en el lenguaje de políticos y burócratas, que nos señalan el auténtico campo de batalla: los juegos de lenguaje. El lenguaje se identifica con la retórica. La retórica es persuasión en ausencia de cognición (Hicks). Lo que se le pide al lenguaje no es que sea verdadero, sino que sea atractivo, que sea efectivo. El lenguaje es un arma.



El liberalismo se devora a si mismo

La teoría y práctica de los “juegos de lenguaje” nos sitúa ante la paradoja suprema del posmodernismo. Por una parte, se trata de un relativismo total: no hay Verdad; si acaso, hay la Nada. Pero en la práctica funciona de una manera absolutista, como un tropel de Dogmas cotidianos a los que debemos adaptar nuestros actos, palabras y pensamientos. ¿Cómo se concilia esa contradicción? ¿A qué obedece?

Recapitulando lo expresado hasta aquí, podemos distinguir tres explicaciones:

– El posmodernismo no es serio. Se trata de una estrategia neoliberal para neutralizar a la izquierda (tesis de la supuesta “trampa”, ya discutida líneas arriba).

– El posmodernismo es una forma de “marxismo cultural”, una estrategia del socialismo para subvertir la sociedad occidental (tesis habitual de la derecha conservadora).

– El posmodernismo resulta de una mutación en el seno de la izquierda, y se ha convertido en el motor cultural del neoliberalismo (tesis defendida a lo largo de estas líneas).

Como hemos señalado anteriormente, la mayoría de los ataques derechistas contra la nueva izquierda se abonan a la tesis del “marxismo cultural”, fenómeno tras el cual muchos creen ver un revival perroflauta de la toma del Palacio de Invierno. Como hemos visto, no faltan apariencias que nos invitan a sostener esa tesis. Al fin y al cabo, no pocos de los gurús del posmodernismo se declaraban marxistas (Escuela de Frankfurt, Derrida, el primer Foucault) o son contumaces tamborileros de las ideas de ultraizquierda (la casta progre–académica). Por otra parte, la dialéctica “opresores–subalternos”, “represión–emancipación”, “colonialismo– anticolonialismo” (típica de los “cultural studies” anglosajones) recupera la tradicional retórica comunista. A lo que hay que añadir la sustitución posmoderna de la “lucha de clases” por sucedáneos como la “lucha de las minorías” y la “guerra de sexos”. También es evidente que el posmodernismo incorpora muchos de los reflejos atávicos de la vieja izquierda: la idea de una Justicia universal y abstracta, la desconfianza frente a las naciones, el utopismo, la idea prometeica de un “hombre nuevo”, el culto al progreso. Se entiende por tanto que autores como Stephen Hicks hablen del “posmodernismo maquiavélico” para referirse a una estrategia del socialismo en lucha contra la civilización liberal, o que el filósofo Shmuel Trigano defina el posmodernismo como una “metástasis del marxismo difunto”.[14]



No obstante, entre marxismo y posmodernismo hay una diferencia fundamental, que el propio Shmuel Trigano subraya certeramente: “los marxistas creen en la existencia de una realidad detrás de la realidad formateada por la ideología, una realidad que la economía política y la ciencia (con la que Marx se identificaba) pueden analizar de forma concreta”.[15] Pero como sabemos, la actitud posmodernista es muy diferente. El posmodernismo es, como hemos visto, una rebelión contra la realidad. Una liberación frente a la misma. Y ese olvido de los fundamentos naturales de la existencia es precisamente lo que distingue el pensamiento burgués – en su versión relativista y posmoderna– de la teoría de Marx. Lo cual nos lleva a la diferencia definitiva entre marxismo y posmodernismo.

Para comprender la esencia del posmodernismo, es preciso poner el énfasis en la idea de libertad o de liberación (más que en sus reciclajes de viejos clichés marxistas). El posmodernismo es, en su esencia, un movimiento profundamente liberal. Eso es así, aunque no lo parezca, aunque en su exacerbación adopte formas dogmáticas y oscurantistas. El posmodernismo es una radicalización del liberalismo, un puro impulso de libertad negativa. En primer lugar, es preciso liberar al hombre de la tradición y del orden antiguo. En segundo lugar, se le libera de toda determinación “vertical”, ya sea cultural–simbólica o político–institucional. En tercer lugar, se le libera de su realidad biológica, de su propio sexo y de su propio cuerpo. Y consumada esa etapa, nos encontramos finalmente con el trans–humanismo, con la “humanización” de los animales y la materia inerte, lo que equivale a una disolución de facto de la idea de humanidad. Las teorías de la “muerte del Sujeto” y la “muerte del Hombre” no andan lejos. El posmodernismo es la fase terminal y nihilista del liberalismo. Es el liberalismo que, como un animal enloquecido, se devora a sí mismo.

Tiene todo el sentido que la izquierda posmoderna coincida en el tiempo con el despliegue del neoliberalismo. El posmodernismo es, como hemos visto, un neoliberalismo de izquierda; una izquierda que quiere realizar hasta el fondo la vieja promesa del liberalismo – la concreción real de los ideales abstractos de libertad, igualdad y fraternidad – al tiempo que, de forma hipócrita, denuncia los inconvenientes y las molestias del neoliberalismo. Pero no por eso deja de beber en las mismas fuentes que los neoliberales “de derecha”. No en vano el discurso liberal y la izquierda posmoderna –señala el politólogo canadiense Eric Martin – “se reclaman ambos de un sujeto que sólo se remite a sí mismo. Toda crítica que les recuerde el necesario adosamiento del individuo a los valores pre–liberales (la comunidad, la familia, la nación, etcétera) será inmediatamente asimilado, por los liberales de izquierda y de derecha, a una crítica intolerante, reaccionaria, autoritaria, nostálgica (…) El pensamiento neoliberal de derecha y de izquierda niega que pueda existir una anterioridad lógica, ontológica de la comunidad o de la sociedad sobre los individuos (como era el caso, por ejemplo, en Aristóteles)”. Para los neoliberales (o posmodernos) de izquierda – añade Eric Martin – “la emancipación significa la liberación de la gente respecto a todo lo que suponga una obligación social, respecto a todo lo que no dependa de una reabsorción en sí de la “multitud” (Toni Negri), una multitud entendida como yuxtaposición de potencias individuales autónomas”.[16] Es la visión contractualista de la sociedad como simple adición de individuos atomizados, la concepción de las naciones como meras adscripciones administrativas. La deconstrucción de la nación: ahí reside el gran punto de encuentro entre neoliberales de izquierda y de derecha.



Objeto político no identificado

La izquierda, una vez pasada por el troquel posmodernista, resulta en un golemextraño; una especie de “objeto político no identificado”, difícil de encajar en moldes pre–establecidos. La cosa merece, seguramente, una nueva definición.

El filósofo Gustavo Bueno utilizaba las expresiones “izquierda indefinida” e “izquierda divagante”. Ambas son válidas, pero se les escapa ese elemento que apuntábamos antes, y que a nuestro juicio es esencial para definir el fenómeno: su carácter profundamente liberal.[17]

Pero la definición de “liberal” es insuficiente. La historia del liberalismo es demasiado compleja, con capítulos de gran envergadura y nobleza intelectual (¿tiene acaso algo que ver el tema que nos ocupa con Tocqueville, con John Stuart Mill o con Raymond Aron?).

Se trata desde luego de un fenómeno posmoderno. Pero nos encontramos con un problema parecido: ésta sería una definición “atrápalo–todo” que se presta a demasiadas confusiones. Además, en un sentido estricto una cosa es el “posmodernismo” (que supone una ideología y una toma de partido) y otra diferente es la “posmodernidad” (que es una fase histórica y un dato objetivo). En ese sentido todos somos “posmodernos” (desde el momento en que estamos moldeados por nuestra época) pero no todos somos “posmodernistas”.

Si los términos “izquierda”, “liberal” y “posmoderno/a” son insatisfactorios – por vagos y difusos –, ¿qué palabra podemos emplear?

Es preciso encontrar un término nuevo.















[1] Ben Stein, “In Class warfare Guess Which Class Is Winning”. The New York Times, 26/11/2006.

[2] No tiene nada de extraño que, a partir del affaire Dreyfus (finales del siglo XIX) los sectores obreros más reacios a la alianza del socialismo con la izquierda burguesa dieran lugar al anarco–sindicalismo.
De entre todos los intelectuales contemporáneos, es sin duda Jean–Claude Michéa quien mejor ha formulado el común origen filosófico de la izquierda y el liberalismo moderno: Impasse Adam Smith. Brèves remarques sur l'impossibilité de dépasser le capitalisme sur sa gauche. Flammarion 2006. L'Empire du moindre mal. Essai sur la civilisation libérale. Flammarion 2007. La double pensée. Retour su la question libérale. Flammarion 2008. Le complexe d'orphée. La gauche, les gens ordinaires et la réligion du progres. Flammarion 2011.



[3] Sobre las connivencias del “movimiento Antifa” con la policía y el “Estado profundo” (Deep State) euro–atlántico: “Les Antifas sans cagoule” (Los Antifas sin capucha), artículo de Fernand Le Pic en el periódico digital Antipresse, dirigido por el escritor franco–serbio Slobodan Despot.

[4] Como señala Anselm Jappe: “al final de su trayectoria histórica, el daño principal que el capitalismo hace a los hombres no es la explotación sino la expulsión. El estadio final del capitalismo no se caracteriza por la existencia de un proletariado cada vez más grande y revolucionario; ello es así porque la disminución del capital variable hace perder importancia al trabajo asalariado y al proletariado clásico. Este estadio se caracteriza por la disminución del número de personas a las que merece la pena explotar”. Anselm Jappe, Les aventures de la marchandise. Pour une critique de la valeur. Éditions La Decouverte 2017, p. 164.

[5] Artículo de Sylvain Fuchs “Les mirages de la finance: une utopie contemporaine”. Krisis, revue d'idées et débats, nº 48, Nouvelle Economie? Junio 2018, p. 31.

[6] Dentro de España, el libro de Daniel Bernabé, La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora (Akal 2018) es un ejemplo de la tendencia – la crítica del posmodernismo desde la izquierda radical– que en el mundo anglófono y francófono cuenta con antecedentes desde hace más de dos décadas.

[7] Una explicación desarrollada por Anselm Jappe, teórico de la corriente marxiana (que no “marxista”) de la “crítica del valor”, en: Les aventures de la marchandise. Pour une critique de la valeur. Éditions La Découverte 2017, pp. 98–107.

[8] El propio Marx estaba lejos del determinismo de sus discípulos, cuando afirmaba (en la Sagrada Familia) que “la Historia no hace nada”, y que ésta no es más que la actividad del hombre que persigue sus fines. En este sentido, es preciso distinguir entre la “vulgata marxista” – la ideología desarrollada por los epígonos de Marx– y el pensamiento del autor de “El Capital”, bastante más complejo e inconcluso que lo que sus seguidores han querido admitir. El marxismo vulgar” es todo un ejemplo del enfoque teleológico/funcionalista al que nos referimos arriba: una visión retrospectiva de la historia que explica las causas a partir de las consecuencias (lo acontecido se explica porque sirve a los intereses del Capital). Como señalaba Cornélius Castoriadis: “el punto de vista marxista es aquél en el que las instituciones representan los medios que, cada vez, son los más adecuados para que la vida social se organice de acuerdo con las exigencias de la “infraestructura”” (Cornélius Castoriadis, L'Institution imaginaire de la societé, Editions du Seuil 1999, p.172).

[9] Maxime Ouellet, La révolution culturelle du capital. Le capitalisme cybernétique dans la societé globale de l'information. Écosocieté 2016, pp. 254–255.

[10] A este respecto, el dirigente comunista Alberto Garzón señala que: “el posmodernismo fue una de las reacciones de la izquierda ante la crisis evidente tanto de los proyectos políticos realizados en su nombre como, sobre todo, del marco teórico historicista propio del marxismo. Es decir, los autores de la nueva izquierda francesa, incluidos bajo la etiqueta de posmodernismo, iniciaron un nuevo tipo de revisionismo de las tesis originales del marxismo. Un revisionismo diferente al de Bernstein o el de Lenin, pero revisionismo, al fin y al cabo”. Alberto Garzón, “Crítica de la crítica de la diversidad”, en eldiario.es, 24 de junio 2018.

[11] Bobó = bourgeois-bohème. Los “pijoprogres” en España.

[12] Shmuel Trigano, La nouvelle idéologie dominante. Le post–modernisme. Éditions Hermann 2012, p. 96. Christopher Lasch, The revolt of the elites and the betrayal of democracy. Norton and Company 1996.

[13] Stephen R. C. Hicks, Explicando el posmodernismo. La crisis del socialismo.Barbarroja Lib, 2014, Buenos Aires, p. 161.

[14] Stephen R. C. Hicks, Obra citada, p. 162–163.

[15] Shmuel Trigano, Obra citada, p. 126.

[16] Eric Martin, “De l'abîme de la liberté à l'universel concret: liberté, humanisme, républicanisme et dialogue intercivilisationnel chez Michel Freitag”. Contribución al volumen colectivo: La Liberté à l'épreuve de l'histoire. La critique du liberalisme chez Michel Freitag. Éditions Liber, Quebec, 2017. pp. 267–274.

[17] Rodrigo Agulló, “Izquierda indefinida y hegemonía social”. En: elmanifiesto.com
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Shaiapouf
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Shaiapouf »

El momento liberasta


A comienzos del siglo XXI un fenómeno político empezó a propagarse en varios países de la ex–Unión Soviética: la irrupción de una oposición indignada y ruidosa, provista de amplio despliegue de medios, eficaz coreografía y un hábil empleo de las nuevas tecnologías. Si algo la distinguía de otras protestas era su impronta juvenil, su afán mimético de occidente y el uso de un lenguaje nuevo.

Jaleada por las corporaciones mediáticas y engrasada con dinero occidental, esta nueva y difusa “sociedad civil” se convirtió en la punta de lanza de las llamadas “revoluciones de colores”: un reguero de algaradas políticas que, durante varios años, se sucedieron en esa parte del mundo. Las protestas apuntaban siempre en una dirección: impugnar una serie de gobiernos autoritarios, represivos y corruptos, para alinear sus países con las “sociedades abiertas” de occidente. Las revueltas solían acompañarse de una dimensión ideológica de mayor alcance: la crítica cultural de unas sociedades “arcaicas”, “cerradas” y “postcomunistas”, reforzada a su vez por el ruido incipiente de reivindicaciones feministas y minorías sexuales. Sus activistas adoptaban, de forma ocasional, una estética y una retórica inspiradas por la “nueva izquierda” occidental, en la que el “antifascismo” no faltaba a la cita.[1]



En la actualidad, aunque este ciclo de revoluciones parece de momento agotado, su magma social –nutrido por una burguesía acomodada y urbanita– sigue latente como oposición larvada en los países más reacios a los intereses atlantistas, Rusia en primer término.[2]

Las revoluciones de colores eran, a primera vista, un fenómeno difícil de categorizar para los ciudadanos de unos países que lo habían visto casi todo en materia de comunismo, guerras y antifascismo. A los ojos de la mayoría de la población, parecía claro que los nuevos revolucionarios no eran ni podían ser “marxistas culturales” o “neo–comunistas”. Es preciso tener en cuenta que, en esa zona del mundo, los partidos comunistas suelen tener una orientación patriótica que está muy alejada del mundialismo de sus homólogos occidentales. Tampoco estaban claras las credenciales “progresistas” de la cosa; especialmente en Rusia, donde los años de Yeltsin, con su pro–occidentalismo genuflexo, se recuerdan como una auténtica pesadilla. De forma instintiva, muchos ciudadanos pasaron a considerar a estos activistas como simples títeres de occidente, con todas las connotaciones negativas que eso conlleva.

Y así se extendió el uso de la palabra liberastas.

Con el término “liberasta” (liberast) se denomina en Rusia a ese tipo de “eterno opositor” que, de manera sistemática y demagógica, se manifiesta siempre en contra del poder, de cualquier poder, y siempre en nombre de alternativas caóticas. El término se hizo extensivo a todos los activistas y pasionarias de la “sociedad civil” que, de una forma u otra, intentaban arrastrar al país hacia los derroteros socio–culturales de occidente. Lo interesante del término, a los efectos que nos ocupan, es que parece capturar la esencia de ese fenómeno que hemos intentado describir a lo largo de todas estas páginas: la izquierda posmoderna.

¿Qué es exactamente un liberasta? El término se construye sobre el genérico “liberal” – que a nuestro juicio identifica el sustrato filosófico último de las “nuevas izquierdas”– al tiempo que le dota del sentido radicalizado que el liberalismo adquiere al fundirse con la ideología posmoderna. Se trata de un significado parecido al de la expresión “liberalismo libertario”, muy utilizado en el área cultural francófona para designar a las izquierdas post–1968. Pero desde su concisión y contundencia, la expresión “liberasta” incorpora un cierto sentido de perversión del liberalismo, captura la esencia nihilista de ese liberalismo que se devora a sí mismo, que tiene algo de patológico e insaciable. No en vano la etimología de “liberasta” – como la de pederasta– apunta a la existencia de un deseo malsano (por la libertad, en este caso).



El término “Liberasta” no es una definición neutral. Todo lo contrario: despierta una serie de connotaciones peyorativas y tiene, desde el punto de vista polisémico, un potencial interesante. Por eso puede ser una definición eficaz en el contexto de las “guerras culturales”, un instrumento apropiado para los “juegos de lenguaje” dentro de una narrativa contra–hegemónica.

Los liberastas son la versión degenerada de la ideología progresista, son la izquierda posmoderna en su peor faceta: la de tontos útiles del neoliberalismo.[3]



La izquierda hace su autocrítica

En noviembre 2016, en Estados Unidos sucedió lo impensable: frente a la abrumadora oposición de la oligarquía mediática, económica y política, Donald Trump ganaba las elecciones presidenciales. Tras décadas de hegemonía cultural absoluta, el escaparate del progresismo internacional parecía saltar por los aires. El país cuna de la corrección política, de la ideología de género y de la posmoderna french theory veía como los despreciados paletos (rednecks) ganaban las elecciones e imponían como Presidente a su patán favorito.

¿Qué había sucedido?

Sucedió lo que algunos llevaban años advirtiendo. La izquierda progre se había desconectado de las clases trabajadoras y de sus reivindicaciones tradicionales: justicia social y lucha contra la desigualdad económica. Alejados de los perdedores de la globalización, perdidos en la deriva posmodernista, los “liberales” americanos (la izquierda, en el lenguaje político de ese país) ya solo podían presentarse como una plataforma de minorías sexuales, étnicas y lingüísticas más o menos victimizadas. Reanudando con una vieja tradición de respetabilidad y de puritanismo – hondamente arraigada en la cultura americana– la izquierda se asemejaba a una colección de posmodernas beatas de sacristía, en lucha contra los nuevos pecados de homofobia, sexismo y racismo. Pero como suele suceder, todo lo que se convierte en sagrado invita necesariamente a su profanación. La izquierda se había convertido en el hazmerreir de una nueva generación de millennials, en un hirsuto bedel del Sistema al que es divertido propinar collejas y poner histérico, a ver qué pasa.

Ante esta inquietante deriva, hacía tiempo que las advertencias procedían de la propia izquierda; más en concreto: de aquellos intelectuales que se reclamaban de un marxismo más o menos vieja escuela. Entre esas aportaciones se encuentran algunos de los mejores análisis que hasta la fecha se hayan producido sobre la posmodernidad.[4] Al cabo del tiempo, escarmentadas por el auge populista en Europa y América, algunos sectores de izquierda abogan por un retorno a las esencias obreristas, a la vez que ensayan tímidas rectificaciones en temas como la inmigración o las políticas de identidad.[5]



¿Significa eso que la izquierda hegemónica va a extraer la lección? ¿Significa eso que la cultura de izquierda va a reorientarse hacia un auténtico populismo? De ninguna manera. Eso sería admitir que la izquierda se ha equivocado, y eso no sucede nunca.

Una crítica sí admite la izquierda moral: la de que sus nobles impulsos la hacen demasiado generosa. Pero a la hora de la verdad, en el momento de hacer la autocrítica de su deriva posmodernista, la izquierda se resiste a acometer una revisión a fondo (lo que la llevaría, por ejemplo, a cuestionar la ideología de género, el multiculturalismo, las políticas de inmigración o la corrección política). Su actitud predominante suele limitarse a consideraciones tácticas y/o estratégicas: cómo evitar que la ultraderecha saque partido de la situación. No se trata por tanto de una crítica genuina, sino oportunista y epidérmica. Por ejemplo, al criticar la ideología de la “diversidad” no se trata de desmontar este fetiche posmoderno (que en el fondo se considera estupendo), sino de denunciar a la ultraderecha por ocuparse de los temas que, de verdad, interesan a los trabajadores: la inmigración masiva, la islamización acelerada de barrios y escuelas, la inseguridad, la desindustrialización, las deslocalizaciones y un modelo de globalización que sólo beneficia a unos pocos. Otro tic característico del enfoque de izquierdas es la negación pura y dura de la realidad. Por ejemplo: se niega que la inmigración masiva provoque conflictos culturales, o que sea inasimilable, o que muchos europeos tengan un creciente sentimiento de desposesión identitaria. Como se trata de realidades incómodas que no deberían existir, el malestar se achaca a las distorsiones interesadas y a las “narrativas tóxicas” de la extrema derecha – según la máxima posmoderna de que “todo es narrativa” (storytelling) –. Otro ejemplo de negación de la realidad consiste en analizar el fenómeno populista europeo según parámetros y clichés de los años 1930 (¡renace el fascismo!), en una muestra de rutina mental, reflejo pavloviano e incapacidad de entender los nuevos tiempos.

¿Qué remedio proponen los estrategas de izquierda ante la desafección de los trabajadores? Desde el momento en que los hallazgos posmodernistas – el lenguaje inclusivo, el neofeminismo, la revolución vegana, el antiespecismo, la denuncia de la hetero–normatividad, la deconstrucción de la masculinidad patriarcal, los cuartos de baño transgénero, las fronteras abiertas, etcétera – se consideran conquistas irrenunciables del progreso humano, está claro que es preciso mantenerlos. Lo que se propone, simplemente, es unirlos a las reivindicaciones sociales de la clase trabajadora, tirando si es preciso de discurso obrerista y de bagaje ortodoxo. En definitiva, un “suma y sigue” que se basa en una suposición gratuita: todos los subalternos se quieren y todos los subalternos se equivalen. LGTBIQ y compañeros del metal ¡mismo combate![6]

Astuto ¿verdad?



Una nueva religión de Estado

El problema de los liberastas consiste en su fuga de lo real. Aferrados al dogma posmoderno de la “capacidad performativa del discurso” (lo que traducido significa: la capacidad del lenguaje para producir la realidad) han sustituido la realidad por el discurso y se han extraviado en juegos de palabras. La izquierda liberasta ha absolutizado el marco opresores–oprimidos (que es real, pero que no es el único) para aplicarlo en todos los casos y situaciones, ignorando que existen otros marcos que derivan de la intersección entre naturaleza y cultura, y que se superponen – y muy frecuentemente eclipsan – al referido marco anterior. De esa forma la izquierda liberasta le da la espalda a la psicología, a la biología, a la etología y a la antropología, prefiere ignorar que los instintos territorial y tribal resultan de milenios de evolución humana y son consustanciales a los pueblos, prefiere negar que, como señalaba Levi–Strauss, un cierto grado de hermetismo cultural es necesario para la salvaguardia de la diversidad humana. La izquierda liberasta ve la historia como un melodramático culebrón de privilegiados versus discriminados, como un relato victimista sobre el que atiza sus sermoneos santurrones y sus fantasías sentimentales. La izquierda liberasta ha sustituido la racionalidad del marxismo por un kitsch de garrafón apto para berrear en las redes sociales y en los talk–showstelevisivos. De forma infantiloide exalta la autonomía individual y condena el orden social como opresivo, pero al mismo tiempo exige un Estado y una burocracia que se comporte como una madre hiper–protectora y cariñosa. La izquierda liberasta es un florilegio de contradicciones irresolubles, de aberraciones lógicas y de necedades políticas, pero le da igual porque para ella todo se resuelve en “juegos de lenguaje”. La coherencia no deja de ser, para ella, otro “constructo social”…

¿Fuga de la realidad? En la cosmovisión liberasta no se trata tanto de negar la realidad como de deconstruirla. La ideología de la izquierda posmoderna es un constructivismo radical. Su fondo ideológico último se encuentra en Rousseau, cuando estima que todo, absolutamente todo, es el producto del ambiente, de la educación y de las circunstancias sociales. De esta forma podemos esconder bajo la alfombra los datos de la biología y de la genética. En la misma línea, el recurso a un Kant simplificado permite a la izquierda autoproclamarse como representante del “imperativo categórico” y de las ansias de bondad y justicia universales ¡la superioridad moral de la izquierda! Para rematar el trio ganador, Foucault les proporciona la sofística pomposa con que destruir toda la cultura anterior. Llegamos así al mundo perfecto, a un mundo en el que la realidad se hace y se deshace como un mecano manejado por un niño caprichoso.



Sucede que ese niño caprichoso – la izquierda liberasta– se encuentra hiper–protegido por un coro de adultos que siempre le dan la razón. Toda una casta académica le cuida y le engorda con la pitanza de los “estudios culturales” (cultural studies): una configuración de flatulencias intelectuales que se hacen pasar por disciplinas científicas. Como fuente doctrinal de la corrección política, los “estudios culturales” – con su epicentro en las universidades anglosajonas – conforman hoy un universo incestuoso y corrupto, blindado en la insularidad de sus privilegios académicos. Desde sus cogitaciones post–estructuralistas, los estudios culturales prosperan en la atmósfera espesa de un establishment endogámico, en el que cualquier exposición a una discusión abierta – o a la simple realidad– haría el efecto de un rayo de sol sobre un vampiro. Su valor filosófico y su credibilidad científica eclipsan, en onanismo mental, a los teólogos bizantinos o a las camarillas clericales de la escolástica tardía. La comparación no es gratuita, porque a través de la corrección política han conseguido erigir un monopolio ideológico que no se veía en Europa desde la edad media: una auténtica religión de Estado.

¡Aplastar al infame! – debieron de pensar muchos votantes de Trump a la hora de depositar su voto.



De espaldas al pueblo

¿Por qué los pobres votan a la derecha? ¿Por qué los ricos votan a la izquierda? Éste es seguramente el fenómeno político más relevante de las últimas dos décadas. La izquierda se identifica, de forma progresiva, con los profesionales de élite y con la gentry privilegiada, mientras que las inseguridades y las angustias de las clases subalternas encuentran refugio en los partidos populistas. Unos partidos que son despreciados por el establishment progresista como una ordinariez propia de menestrales. Claro que este engreimiento no deja de recordar al de las preciosas ridículas de Versalles, años antes de su desfile hacia la guillotina. ¿Danzando sobre el volcán? Observamos una conjunción de factores que apunta hacia desarrollos inéditos, no necesariamente pacíficos.

La historia nunca se repite del mismo modo; por eso no tienen sentido las analogías con los años 1930 y con las alertas – periódicamente reactivadas – sobre la reaparición del fascismo, el nazismo, el comunismo, etcétera. Todos estos espantajos forman parte de una estrategia de criminalización, de un esfuerzo por hacer impensable todo aquello que se aparte del neoliberalismo en sus múltiples caras: centro–derecha, centro–izquierda, izquierda posmoderna, liberastas y demás ballet de pluralismo impostado. Las tormentas venideras tomarán formas inéditas, seguramente con una implosión o una superación del eje tradicional izquierda–derecha. ¿Revoluciones? [7]

Las oligarquías saben que sólo los pueblos hacen revoluciones, mientras que la “gente” y las “multitudes” (sujetos políticos de la izquierda liberasta) a lo más que llegan es al desorden y al caos. Por eso las oligarquías se aplican en deconstruir a los pueblos, en remodelarlos y en reemplazarlos mediante la inmigración, las deslocalizaciones y otras operaciones de ingeniería social. En cuanto al caos… las oligarquías lo han transformado en un instrumento de gobernanza. A pesar de las apariencias, el caos no genera comportamientos imprevisibles, sino lógicas cortoplacistas, reactivas, predecibles. Frente a la lucidez de los pueblos históricamente constituidos – que pueden, llegado el caso, alzarse contra el Poder– las sociedades desestructuradas son incapaces de elaborar estrategias a largo plazo, y se limitan a reacciones instintivas, fáciles de contrarrestar. Mientras se mantengan sabiamente controlados, el caos y la anarquía también pueden ser factores de orden, y ése es el gran secreto de la ingeniería social posmoderna. En cualquier caso, nada que pueda afectar a quienes vuelan en sus propios aviones y esquían en sus propias montañas. La privatización creciente de la seguridad y la proliferación de ciudadelas amuralladas – de espaldas a la realidad “multicultural” de la gente corriente– son signos emblemáticos de una nueva era: la de una superclase deslocalizada e inmune a las consecuencias desastrosas de sus políticas.[8]



Discurso neoliberal y reductio ad hitlerum

Asistimos al intento de imponer una “aldea global” sin fronteras ni exterioridad posible. Un sistema de valores y de normas homogéneos, en el que la posibilidad de pensar de otra manera se revele estrictamente impensable. La izquierda liberasta es una parte importante de esa apuesta. Su función consiste en perpetuar una situación en la que la juventud – dicho sea en los términos de Marx, retomados por el filósofo italiano Diego Fusaro – se encuentra “desintegrada en la estructura e integrada en la superestructura”. Lo que quiere decir: se encuentra sometida a las precariedades y alienaciones del neoliberalismo, pero se encuentra entretenida y sedada por su aparato cultural, mediático y consumista. Como parte de esa estrategia – continúa Fusaro– es imprescindible mantener “los dos polos alternativos y secretamente complementarios del antifascismo (en ausencia total de fascismo) y del anticomunismo (en ausencia integral de comunismo)”, dos polos que “saturan el imaginario político de los jóvenes, ofuscando su capacidad crítica y cegándolos ante las contradicciones capitalistas, siempre invisibles en el choque entre facciones aparentemente opuestas”.[9] Con su celo vigilante y sus cruzadas histéricas, la izquierda liberasta funciona como elemento de distracción, como apagafuegos del Sistema.

¿Cómo se puede contrarrestar esta estrategia? Como hemos apuntado antes, es preciso reactivar un enfoque de clase que ponga de relieve el carácter espurio de la izquierda posmoderna. Un enfoque de clase purgado de los errores, dogmatismos y rigideces del viejo marxismo. Si hablamos de perspectivas inéditas, es preciso admitir que un Marx liberado del marxismo admite lecturas que, habida cuenta de la deriva antipopular y elitista de la izquierda, bien podrían situarse hoy a la derecha. La primera de ellas: la reivindicación del materialismo. La izquierda posmoderna ha sustituido la visión materialista de la historia por las monsergas de la corrección política: un conglomerado de moralismo y de dogmas exiliados de la realidad. La vuelta a lo material – la atención a las preocupaciones de la mayoría de la clase trabajadora– es una actitud que, si ayer era de izquierdas, hoy se ha desplazado a la derecha.[10]



En segundo lugar, es preciso afirmar con Marx el carácter contingente de todo orden político, el papel central del pueblo en la creación de las constituciones. Porque en el pensamiento marxiano es el pueblo el que crea las constituciones, y no a la inversa.[11] La corrección política dominante nos dice, por el contrario, que son las constituciones – en cuanto derivan de principios universales y trascendentes (la ideología de los derechos humanos) – las que crean y conforman a los pueblos. Según este dogma son los pueblos los que deben adecuarse – incluso en su composición física– al Orden Revelado, que es necesariamente multiculturalista. La democracia, por su parte, debe ser corregida cuando el pueblo ignaro cuestione los principios liberales que conforman la Legitimidad Superior. En ese sentido no faltan serias propuestas, rodeadas de oropel académico, para sustituir la democracia por gobiernos de “expertos”.[12] Al fin y al cabo, si Hitler llegó al poder tras unas elecciones la democracia no puede ser totalmente buena. El socorrido esquema de la reductio ad hitlerum es el argumento universal e infalible del neoliberalismo para justificar todos sus desmanes.[13]



La izquierda en el cuarto oscuro

La historia intelectual de los últimos dos siglos nos enseña una lección: cuando un sistema de ideas se limita a repetir las mismas consignas vacías y cuando obliga a los demás a creérselas, se trata de un sistema en vías de desaparición. Podrá conservar el poder, la fuerza y la hegemonía – y ello por mucho tiempo–, pero se trata de un sistema ya muerto, porque la savia vital ­ha dejado de correr en su interior. El conformismo y la autocomplacencia son tóxicos, preludio de extinción. Y la realidad oficial no admite, a la larga, el divorcio con la realidad real. La cáscara podrida termina siempre desprendiéndose. Así pasó con los grandes credos e ideologías del pasado –la Unión Soviética es un ejemplo muy claro– y así pasará con la izquierda posmoderna: la última religión que ofrece cobijo y santuario a todos aquellos que buscan un dogma en el que creer.

La Iglesia Liberasta exige a sus adeptos grandes pruebas de fe. Aceptar que una mujer pueda ser un hombre y un hombre una mujer, o que la belleza es un mito impuesto por el hetero–patriarcado, o que las razas no existen (porque como es sabido, “no es un concepto científico”) no son las menores de ellas. Desde el momento en que todos nacemos como individuos neutros y abstractos, desde el momento en que todos podemos elegir libremente nuestra identidad… desde ese mismo momento, todos estamos obligados a reconocernos por lo que nos sintamos: hombre o mujer, negro o blanco, niño o anciano, terrícola o marciano. ¿Exageraciones? La lista de más de cien “géneros” ya contabilizados en los Estados Unidos, la afirmación de que ser blanco o negro no es un hecho natural sino una relación social (idea replicada de la teoría de género), la noción de “racialización” como “asignación étnica” independiente de la biología: he ahí varios botones de muestra de por dónde van los tiros. Que todos estos hallazgos procedan de los Estados Unidos no debe sorprendernos. ¡Libertad de elegir! Es Milton Fredman (y no Lenin) el Papa de la izquierda posmoderna. ¿Por qué se empeñan en no reconocerlo?

Con estas alforjas intelectuales ¿cuál será el recorrido de la izquierda durante las próximas décadas? Entre los síntomas de una civilización acabada y de una sociedad en vías de disolución (un progre calificaría estas afirmaciones como “declinismo”) todo eso que llamamos “izquierda”, con su bagaje centenario de luchas políticas y sociales, seguramente desaparecerá o mutará en un híbrido definitivamente irreconocible. De hecho, ya lo está haciendo. La izquierda ha sido abducida por el neoliberalismo en su patrón esencial: el horror por todo lo que suponga límites y limitaciones. Cortada de la savia vital que procede de las clases populares, la izquierda liberasta ha preferido meterse en el “cuarto oscuro” de las minorías y entregarse a experimentos más o menos extravagantes. Es dudoso que, a la larga, el común de los mortales vaya a seguirla por esos derroteros. La “orgía suicida” era, al fin y al cabo, una de las fantasías malditas de Foucault. Nihilismo terminal para elites hastiadas.



¿Hacia un futuro postliberal?

La apología de lo “trans”: ahí reside el alma, corazón y vida de la izquierda liberasta. Una obsesión que se declina en una serie de figuras metafísicas: los mutantes, los nómadas, los parias, los marginales, los “otros”… figuras todas ellas que, como señala Shmuel Trigano, constituyen una especie de “universal deconstruído”, una serie de puertas hacia una trascendencia indeterminada y cambiante: la Santa Nada.[14]¿Qué es la negación de la diferencia sexual sino la refutación de la reproducción sexual, de esa “coproducción de lo humano que sólo tiene sentido porque existen hombres y mujeres”?[15] Ante nosotros se abre una perspectiva inquietante. ¿Se encuentra la humanidad en peligro de extinción? ¿Acaso el virus liberasta, inoculado al resto del mundo, nos convertirá en un planeta queer?

Hay motivos para pensar lo contrario. Las ilusiones progresistas sobre una parusía secular, liberal y permisiva del género humano no cesan de recibir severos desmentidos. De hecho, esta ilusión se encuentra acantonada en occidente, en una porción cada vez más reducida de la humanidad. De la franquicia occidental el mundo acepta las mercancías, pero rechaza las doctas admoniciones. El sueño liberal–capitalista del “fin de la historia” –señala la feminista “disidente” Camille Paglia – “ignora las oscuras lecciones sobre los ciclos de auge y caída de las civilizaciones, que a medida que son más complejas e interconectadas se hacen también más vulnerables al colapso. La tierra está sembrada de ruinas de imperios que se creyeron eternos (…) Las extravagancias de la experimentación de género suelen preceder a los colapsos culturales (…) América es hoy otro imperio distraído en juegos y distracciones ociosas. Pero hoy al igual que ayer, hay fuerzas que se alinean más allá de las fronteras: hordas dispersas de fanáticos, entre los que el culto de la masculinidad heroica tiene todavía enorme atractivo”.[16] Como si quisiera darle la razón, la ensayista franco–musulmana Houria Bouteldja (figura de proa del movimiento de ultra–izquierda “Indígenas de la Republica”) denuncia el “imperialismo gay” (“homoracialismo”) y considera que las reacciones homófobas de las sociedades del sur son “una resistencia orgullosa frente al imperialismo occidental y blanco, una voluntad obstinada de preservar una identidad que, ya sea real o imaginaria, es objeto de consenso”.[17] ¿Se acerca tal vez el momento de hacer la elección entre racismo y homofobia? Un bello objeto de meditación para los doctores del multiculturalismo…



El posmodernismo parte de una convicción: la de su capacidad para manipular la realidad ad infinitum. Pero ése es un intento que terminará arrastrándole, tarde o temprano, a una crisis profunda. La existencia de una realidad insoslayable, de unos fundamentos naturales que siguen sus propias leyes, saldrá inevitablemente a la luz. El posmodernismo es, hoy por hoy, la ideología dominante; un estatus que ha conquistado agitando el material explosivo de las identidades. Pero las identidades son conflicto, decía Freud, y cada generación hinca su arado sobre los huesos de los muertos. Todo parece indicar que nos acercamos a un punto de inflexión. Un punto en el que, como señalaba el filósofo René Girard, “es preciso cuidarse de los vanguardistas que predican la inexistencia de lo real. Debemos más bien acostumbrarnos a otro enfoque del tiempo: aquél en el que la batalla de Poitiers y las Cruzadas están mucho más próximas a nosotros que la Revolución francesa y la industrialización del Segundo Imperio”.[18] La historia siempre está abierta. Pero el modelo neoliberal de la “sociedad abierta” reposa sobre un piélago de contradicciones sin resolver. No tendría nada de extraño que, una tras otra, acaben estallándole en la cara.

¿Declinismo? Los popes de la posmodernidad, en su huera pedantería, fueron los primeros declinistas. En otra de sus imágenes mórbidas, Michel Foucault decía que el Hombre terminará desvaneciéndose, como un rostro de arena dibujado en una playa. Puede que sea así. Pero mucho antes de que llegue ese momento, tal vez podamos asistir a otro espectáculo: al de la izquierda liberasta desapareciendo por el sumidero de la historia. El placer de contemplarlo será sin duda lo mejor de su legado.



[1] Como estrategia de adaptación al terreno, las revoluciones de colores asimilan el antifascismo con el anticomunismo. El comunismo, por su parte, se asimila sin matices con el estalinismo. El resultado final es la demonización de todo aquello que no sea liberalismo occidental.

[2] El punto de inflexión del ciclo de “revoluciones de colores” fue el golpe de Estado en Ucrania en 2014. Este episodio presentó la peculiaridad de reunir en el mismo bando pro–occidental a los liberales de izquierda y a los hooligans neonazis, utilizados por los “demócratas” como tropa de choque para el trabajo sucio. Todo un ejemplo de pragmatismo y de adaptación al medio por parte de los estrategas atlantistas. Para más información: ¿Rusia o América? Metapolítica de dos mundos aparte. Adriano Erriguel. Ediciones Insólitas 2016.

[3] El término “liberasta” en puede funcionar, en cierto modo, como una “palabra policía” (en el sentido orwelliano al que nos referíamos al comienzo del texto): un epíteto que se “cuelga” al enemigo y del que este ya no puede desprenderse.

El episodio del grupo punk femenino Pussy Riot y su performance en la Catedral de Moscú en 2012 es un ejemplo paradigmático de “poder blando” (soft–power)liberasta. El breve encarcelamiento de las “activistas” en Rusia hizo posible presentarlas como mártires, a mayor gloria de la propaganda atlantista. Ya en libertad, las componentes de Pussy Riot encontraron su acomodo en el show–businessamericano.

[4] Entre ellos: David Harvey, The conditions of Postmodernity (1989); Alex Callinicos: Against postmodernism, a marxist critique (1989); Frederic Jameson: Postmodernism, the cultural logic of late capitalism (1991); Terry Eagleton: The illusions of Postmodernism (1996); Perry Anderson: The origins of Postmodernity1998; Owen Jones, Chavs, la demonización de la clase obrera 2011. David North: The Frankfurt School, Postmodernism and the politics of the Pseudo–left. A marxist critique (2015).

[5] Un ejemplo lo encontramos en Alemania con la iniciativa: ¡En pié! (Aufstehen!) lanzado en septiembre 2018 por la dirigente del partido alemán “Die Linke”, Sahra Wagenknecht, que se declara contra el laxismo en materia migratoria y aboga por el retorno de los refugiados a sus países (una vez que la situación lo permita).

[6] Un ejemplo paradigmático de este “kitsch” ideológico es la película británica “Pride” de Matthew Warchus (2014). Al darse cuenta de que tienen enemigos comunes (Margaret Thatcher, la policía y la prensa conservadora) los homosexuales y lesbianas londinenses se unen a los mineros de carbón galeses en las huelgas de 1984. La moraleja de la película nos sugiere una versión ideal de aquellos frisos y conjuntos escultóricos de la era soviética, en los que, junto a los tradicionales soldados, obreros y campesinos, se incorporarían la drag–queen, el gay y la lesbiana de turno.

[7] En el momento de escribir estas líneas (otoño 2018) una primicia de estos posibles desarrollos inéditos lo tenemos en Italia, con la alianza gubernamental entre el populismo “de izquierdas” (Movimiento 5 Estrellas) y el populismo “de derechas” (La Liga).

[8] El análisis más conocido sobre el uso del caos como estrategia de dominio es el libro de Naomí Klein, The Shock Doctrine: the rise of disaster capitalism. El clásico de Bernard Charbonneau, Le Système et le chaos, desarrolla la idea de que el sistema engendra el caos, para presentarse a continuación como la única alternativa frente al caos que él ha engendrado. En la misma línea: Gouverner par le Chaos. Ingénierie sociale et mondialisation. Max Milo 2014. El periodista Pepe Escobar aplica este enfoque a la política exterior de los Estados Unidos en: Empire of Chaos. Nimble Books 2014.

[9] Diego Fusaro, Europa y capitalismo. Para reabrir el futuro. El Viejo Topo 2015, pp. 122–125.

[10] Conviene recordar algunos datos: Karl Marx condenaba la competencia desleal que los inmigrantes suponían para el proletariado autóctono, y consideraba a la inmigración como “el ejército de reserva del capital”. En los años 1950 el Partido comunista francés (que, dicho sea de paso, condenaba el aborto como un “vicio burgués”) hacía una cuidadosa distinción entre el internacionalismo (deseable) y el cosmopolitismo (lujo burgués). Importantes sindicalistas (Jacques Nikotoff) abogaban por el retorno de los inmigrados sobre una base voluntaria. El Secretario General del Partido Comunista francés, Georges Marchais, dirigía en 1981 una carta al rector de la Mezquita de París en la que decía que: “las señales de alarma se han encendido: es preciso parar la inmigración oficial y clandestina”. (Alain de Benoist, “Populisme de gauche, populisme de droite, les fronts bougent…” Entrevista de 25.9.2018 en www.Bvoltaire.fr).

[11] Denis Collin, Introduction à la pensé de Marx. Seuil 2018, p. 37.

[12] En ese sentido, el libro del profesor de la Universidad de Georgetown Contra la democracia (traducción española publicada por Instituto Juan de Mariana–Universidad de Deusto en 2018). Otros libertarios–liberales como Bryan Caplan, Jeffrey Friedman y Damon Root sostienen que “cuando la democracia amenaza los compromisos sustanciales del liberalismo – lo que será inevitablemente el caso, puesto que todos los votantes maleducados y desinformados son iliberales– lo mejor es, simplemente, considerar la posibilidad de deshacerse de la democracia”. (Patrick J. Deneen, Why liberalism failed. Yale University Press 2018, p. 157). A otro nivel, la majoretteatlantista Bernard Henry Lévy reivindica el “Estado profundo” (Deep State) como “freno no– democrático” frente a los “desvaríos” del populus ignorante (“El “Estado profundo existe, Trump y compañía lo han comprobado”, en El Español).

[13] Resulta especialmente repulsivo ver un personaje como Madeleine Albright (ex–Secretaria de Estado de los Estados Unidos) publicar un libro titulado Fascismo: una advertencia (dedicado a atacar a los partidos populistas), especialmente tras ver en Youtube una entrevista suya (año 1996) en la que considera que la muerte de medio millón de niños en Irak (consecuencia de los bloqueos americanos) es “un precio que merece la pena ser pagado”.

[14] Shmuel Trigano, La nouvelle idéologie dominante. Le post–modernisme. Hermann Éditeurs 2012, p. 66.

[15] Francois Bousquet, “Putain” de Saint Foucault. Archéologie d'un fetiche. Pierre-Guillaume de Roux 2015, p. 102.

[16] Camille Paglia, Free Women, free men. Sex–Gender–Feminism. Canongate 2017, pp. 212–221.

[17]“L’homophobie est-elle une résistance farouche à l’impérialisme occidental ?”, en bibliobs.nouvelobs.com. Para un análisis revelador sobre todos estos temas, el artículo de Alain de Benoist: “Races, racismes et racialisation, la gauche en folie”, en la revista Éléménts pour la civilisation européenne, nº 173, agosto-septiembre 2018. (pp. 34-39).

[18] René Girard, Achever Clausewitz. Entretiens avec Benoît Chantre. Flammarion 2011, p. 356.
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Shaiapouf
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Shaiapouf »

Bueno, he copiado los 7 artículos de Adriano Erriguel titulados "Deconstrucción de la izquierda posmoderna". La fuente para el primer artículo es esta, pero pueden encontrar el resto siguiendo la misma página.

Básicamente lo que nos dice el autor es que esta nueva izquierda postmoderna es una adaptación del discurso reformista socioliberal de toda la vida bajo los principios del neoliberalismo. Se pueden revisar todos los antecedentes desde mayo del 68, pero en el fondo lo que vemos es una izquierda que ha perdido su carácter de clase, combativo y revolucionario, para cambiarlo por postureo, degeneración social, maquillaje social y consignas que no afectan en nada al régimen vigente, es más, lo ayudan, de allí a que mucha gente se haya decantado por la extrema derecha que sí incluye en su discurso a la clase obrera de toda la vida... ya saben, paradojas que recién en 2016 con la llegada de Trump al poder muchos zurdos se dieron cuenta.

Saludos.
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Hadouken
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Hadouken »

Mas o menos yo siempre he tenido la sensacion de que el posmodernismo viene a legitimar moralmente los resultados que ha provocado en la sociedad el neoliberalismo. Las condiciones materiales no permiten formar familias: la familia tradicional es una imposicion perversa. Los pobres estan gordos porque se alimentan de comida basura: cuidado con la gordofobia, etc, etc.
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Shaiapouf
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Shaiapouf »

El postmodernismo vino a recoger una tradición que ya venía instalada desde la Escuela Crítica de Fráncfort en el camino para diluir al materialismo histórico. La escuela crítica se encargó de cuestionar el "economicismo marxista", centrándose en aspectos de la superestructura (porque ellos a pesar de todo seguían siendo marxistas, aunque muy revisionistas y de nombre) con el fin de generar cambios políticos. Pero cuando te enfocas en la superestructura, irremediablemente caes en ámbitos como la moral, y es allí cuando en lugar de buscar alcanzar objetivos concretos vinculados a la superación de situaciones concretas, te pones a hablar de lo malo que es hacer esto, decir esto otro, o creer en tal o cual cosa, se pasa de buscar una lucha por reivindicaciones sociales como la jornada laboral o un salario más decente, a cuestionar al hombre blanco heterosexual, es casi una tendencia dada. El Postmodernismo cogió esta crítica y simplemente la intensificó: ahora ya no hay marxismo, no hay nada, todos los metarelatos son historia caduca y lo que queda es centrarse en la individualidad.

Es natural, según yo, ya que si leemos la historia de las diferentes escuelas filosóficas, literarias, artísticas, humanistas y de ciencias sociales, la tendencia es que siempre las que nacen se erigen en una crítica a su predecesora. Los postmodernos criticaron todo lo que les precedía, y en las ciencias sociales el mayor rival, para bien o para mal, era el marxismo.

El Postmodernismo si bien cuestiona aspectos sociales, lo hace desde un punto de vista tan individual que se vuelven frívolos. Tan vacíos de peligrosidad que pueden ser aprovechados por la clase política dominante, no en vano se popularizaron gracias al apoyo mediático y económico que recibieron. Un apoyo que se dio porque jugó a la par con el discurso dominante, la individualidad económica neoliberal, el clásico homo œconomicus neoclásico pero reforzado. En el ámbito económico el neoliberalismo prevaleció, y en el plano cultural (el que dominaba en la televisión, en la radio y en internet durante años) el postmodernismo "de izquierda".

Y por más que se enfrentaran, en realidad jugaban en una suerte de tándem manteniendo el modelo instaurado. Lo cual ha sido histórico. Como ya he dicho, en el siglo XIX la disputa era entre conservadores y liberales, en el siglo XX esta cambio a capitalistas vs socialistas democráticos, y en la actualidad es entre globalistas y nacionalistas.
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gálvez
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por gálvez »

:+1


....es una especie de cesaropapismo cómo el mediaval donde la derecha neoliberal se ha reservado el paradigma del poder "duro", del material pero parece haber desertado del discurso moral y la izquierda posmo se ha reservado el ambito de la supremacía moral desertando del debate material económico
Cómo iglesia y poder feudal en el medievo.

Es en esos contextos donde podemos ver paradojas hace dos décadas impensables cómo ver a lideres de la izquierda con el culo literalmente hecho pepsicola ante personajes cómo Soros....que cuando yo estudiaba economía era cómo una especie de encarnación con patas del modelo neoliberal.

Saludos
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Kahlenberg
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Kahlenberg »

Muy buen hilo.
"She is the human and sacred image; all around her the social fabric shall sway and split and fall; the pillars of society shall be shaken, and the roofs of ages come rushing down, and not one hair of her head shall be harmed"
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Shaiapouf »

Hombre, 5 años desaparecido y es lo único que nos dices.

Espero que estés bien.

Saludos!
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Kahlenberg
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Kahlenberg »

Gracias Shaiapouf

Pues la verdad es que entre que los artículos están muy bien escritos y que confirman plenamente mi sesgo respecto a los postestructuralistas... solo me cabe aplaudir. Aunque salvaría cosas de Deleuze que no me parece totalmente basura.

La vida va bastante bien, sin alardes pero sin grandes valles.

¿Tú que tal andas?
"She is the human and sacred image; all around her the social fabric shall sway and split and fall; the pillars of society shall be shaken, and the roofs of ages come rushing down, and not one hair of her head shall be harmed"
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Shaiapouf
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Shaiapouf »

Igual bien, con pandemia y todo, pero todo lo importante OK. No hay grandes cambios, excepto porque ya no vivo en Chile :jojojo
.
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Lady_Sith
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Lady_Sith »

Está vivo!!!!! :aupa :aupa :aupa
Los que no saben llorar con todo su corazón, tampoco saben reír
Quien destruye un alma destruye un mundo entero. Y quien salva una vida, salva un mundo entero.
No uses la conducta de un loco como un precedente.
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Hadouken
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Hadouken »

Kahlenberg escribe mas hombre
El Sopapo
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por El Sopapo »

¿Eso de la deconstrucción no era una cosa feminista?
¿O solo se puede deconstruir lo que a uno le convenga?
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Shaiapouf
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por Shaiapouf »


Claramente el título es llamativo porque usa los conceptos de esta izquierda posmoderna. Una forma de señuelo.

:roll:
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José
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Re: Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Mensaje por José »

Buen hilo. No lo conocía. :guino:
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