¡Mejor llama a Felipe!
Jorge Armesto
Hace unos días El País nos regaló una de esas portadas que han hecho a este diario tan querido entre los amantes del periodismo cómico: “La llegada de Felipe González acorrala al régimen chavista” (ingeniosa metáfora con la que El País denomina al gobierno elegido democráticamente en Venezuela). Debo reconocer que me costaba imaginar la escena. ¿Los acorraló a todos a la vez o a cada chavista uno a uno? No. Era otra metáfora, sólo que yo soy lerdo y no las capto. En todo caso, pensé: éste es el fin del chavismo. Si sólo con su llegada ya los acorrala, ¿qué no ocurrirá cuando abra ese verboso pico de oro? La hecatombe, la destrucción total del paraíso bolivariano.
Pero resulta que no, que el “régimen” va aguantando. Quizá El País exageraba un poco. Debería ser más prudente. El pobre Felipe, que ya tiene un problemilla con el autocontrol de su soberbia, lee esos titulares y aun se agiganta más. Se imagina a sí mismo como un machomán persiguiendo a millones de chavistas. Y luego… Luego hacia el sur, Bolivia, Ecuador, Argentina, acorralando a más regímenes indeseables hasta echarlos al Antártico y que así puedan crear sus utopías sociales con los pingüinos.
Sólo estos delirios de grandeza mesiánica pueden explicar que una persona que trabajó tres años como abogado laboralista, y lo dejó el año en que el hombre llegó a la luna, pretenda llevar la defensa jurídica de dos acusados penalmente por delitos graves. ¿Qué delitos? Instigación de disturbios con resultado de 41 muertes, asociación para delinquir y conspiración para un golpe de estado. Estos son los cargos que la prensa española suele soslayar y por los que se ha detenido y encarcelado a los dos “opositores” (genial eufemismo con el que El País evita decir “acusados” o “imputados”).
Ignoro cuál es el grado de benevolencia de la legislación venezolana con respecto a estos delitos, pero cuando en España la fiscalía pide hasta seis años de prisión por participar en protestas pacíficas, puede suponerse que los dos encausados venezolanos están ante un problema serio. Lo suficientemente serio como para no dejar su defensa en manos de charlatanes con nulos conocimientos: ni jurisprudenciales, ni del derecho penal venezolano, ni del funcionamiento de las instituciones, ni de los procedimientos de ese país. Realmente hace falta tener una fe en uno mismo a toda prueba para pensarse la persona adecuada para ejercer la defensa a pesar de ser un inepto en tales temas. ¿No es, además, un desprecio para los abogados de verdad? ¿Para qué estudiar y hacer cursos de práctica jurídica si cualquier advenedizo puede hacer las mismas funciones sin haber dado palo al agua en su vida? De ser así, Venezuela podría ser la tabla de salvación de muchos españoles, concretamente de esos integrantes eternos de las tunas de Derecho que demoran décadas en terminar sus carreras. En ese país de pandereta serían estrellas de la abogacía.
Quizá, como europeo y blanco, Felipe González piense que las normas por las que se puedan regir esos indígenas no pueden ser muy complicadas. Al fin y al cabo, aún era ayer cuando les estábamos cambiando baratijas y cuentas de cristal por vasijas de oro y piedras preciosas. No pueden haber evolucionado tanto. Toda la preparación de su viaje, sus permanentes anuncios a bombo y platillo en su periódico amigo, El País, su voy o no voy, su llegada al aeropuerto como una estrella de rock; todo nos remite a esas escenas del hombre blanco que llega a liberar a los pobres tercermundistas. Por suerte para las garantías procesales de los dos imputados, el Tribunal Supremo de Venezuela impide que cualquier pelanas pueda participar en un proceso penal. Quizá así esas personas puedan ser defendidas por verdaderos profesionales y nos ahorremos ver espectáculos bochornosos del Sr. González emulando quizá al inútil Lionel Hutz de Los Simpson, que cuando le preguntan: “¿Algo que añadir antes de dictar sentencia?”, contesta: “Quizá después”.
Aunque es posible, por no salirnos del todo del mundo del humor, que no le hayan llamado por sus méritos en la abogacía sino por su compromiso con los derechos humanos. Pero me temo que su biografía es aún más vacía en ese ámbito que en el de la práctica jurídica. Hace días El País preguntaba a Manuela Carmena por este asunto y ella contestaba: “Me habría gustado que Felipe González se hubiera interesado más por la malnutrición infantil o por nuestros desahucios”. El periodista le echaba un capote a Felipe, el acorralador, y argüía: “Una cosa no quita la otra”. A lo que Manuela objetaba: “Desgraciadamente sí quita, porque no he visto que Felipe González se interese para nada por los desahucios o la malnutrición infantil”.
Ni por los desahucios, ni por la malnutrición, ni por la pobreza, ni por la memoria histórica, ni por ninguna otra causa que se sepa. Las causas nobles por las que Felipe González no ha mostrado interés alguno en sus 73 años son infinitas, o lo que es lo mismo: no le ha interesado ninguna. De hecho, sus ocupaciones han ido por otros derroteros más prosaicos y lucrativos. Cuando viaja a Marruecos, por ejemplo, acompañando al multimillonario Carlos Slim, al que “asesora”, para entrevistarse con Mohamed VI, no le vemos interesándose por los “opositores” al “régimen marroquí”. Bueno, ni allí ni en ningún sitio.
El espejismo del abogado, del defensor de los derechos humanos, se volatilizó en un visto y no visto
Ésta sería la primera vez en su vida que Felipe siente la llamada de la solidaridad. ¿No es hermoso? Tal vez a nosotros nos podría haber gustado más que en lugar de ejercerla con políticos de turbio pasado de la derecha venezolana, apadrinados por magnates, se pusiese al servicio de personas más desamparadas, pero bueno, oye, por algo se empieza. De nuevo es El País quien ofrece la explicación: “Su valiente gesto” es motivado por su “profunda relación con Venezuela”, brillante eufemismo para explicar su vinculación con el millonario Gustavo Cisneros y con el condenado por corrupción Carlos Andrés Pérez.
Demasiado bonito para ser cierto. Inútil como abogado y nulo como referente de la defensa de los derechos humanos, sólo cabe imaginar una única razón que suscita su interés por Venezuela. La misma razón que inspira sus actividades cotidianas: su dedicación a los fondos de capital riesgo, los consejos de administración, las conferencias a 80.000 euros, las ricas villas, los yates, las cacerías y las vacaciones en los palacios de sus amigotes bimillonarios.
Todo esto ha dejado, además, una cierta sensación de ridículo. Tras meses anunciando su odisea, al cabo de apenas 48 horas abandona precipitadamente el país. Un par de reuniones, la entrega de una estatuilla y dos ruedas de prensa. ¿Eso era todo? No parece esto un gran heroísmo. Para tal viaje sobraban alforjas. Felipe, además, aunque no es más que un ciudadano sin ningún mandato oficial, no duerme en hoteles sino en la Embajada española. Y cuando se va, lo recoge un avión de las fuerzas aéreas colombianas. Que no es un cualquiera. Es él, El Acorralador.
Abogado, asesor externo, el hombre estuvo meses en su permanente campaña de autobombo para pasar por el país como una exhalación. ¿Asesoró mucho en ese ratito? ¿Qué sensación deja en aquellos que pusieron en él sus esperanzas? Desde fuera da la impresión de que esto ha sido una especie de Bienvenido Mr. Marshall. Felipe se va de vuelta a la vida padre que se pega, y allí se quedan quienes presuntamente confiaban en él.
Y qué decir del diario El País. La sensación de ridículo se extiende también a este periódico que poco menos que convirtió esta visita de hola y adiós en la narración de los viajes de Marco Polo. Qué decepción habrán sufrido cuando todo su despliegue se desvaneció en tan pocas horas. Acorraló al chavismo, pero sólo un rato.
El espejismo del abogado, del defensor de los derechos humanos, se volatilizó en un visto y no visto. Dio la sensación de ser como esos pregoneros a los que pagan cantidades exorbitantes por soltar cuatro frases hechas para abrir las fiestas del pueblo. “Qué bien vivís aquí, en Calasparra del Infantado”, dice la celebridad. Luego termina la cena y se va sin despedirse, para que no le den mucho la lata. Los calasparrenses ingenuos piensan que, ya que tan bien habló de su pueblo, igual se queda allí a pasar las fiestas, que podrán conocerlo. Pero no. Cuando se dan cuenta ya se ha ido. Llega en loor de multitudes y se va por la puerta de atrás. No se iba a quedar ahí a vivir. Pues Felipe tampoco.
Dice mucho de nosotros a quién recurrimos cuando estamos en apuros. La fama de quién nos defiende puede empequeñecer o agrandar nuestras culpas.
En Breaking Bad, Jesse Pinkman lleva a Walter White al despacho de Saul Goodman para buscar un abogado que defienda a uno de sus camellos. Walter ve el estrafalario muñeco hinchable que adorna el lugar, el rótulo de “Mejor llama a Saul” y pregunta: “¿Por qué no llevarlo a un buen abogado? ¿Qué coño es esto?”, a lo que Jesse contesta: “Cuando las cosas se ponen feas no quieres a un criminalista, lo que quieres es a un criminal”.
Pero no, no puede ser. Saul nunca dejó tirado a un cliente.
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