(y 4)Los archivos de la destrucción
"En agosto de 1992, cuando la canícula se acercaba a su fin, emprendí un viaje a pie a través del condado de Suffolk, al este de Inglaterra, con la esperanza de poder huir del vacío que se estaba propagando en mí", se lee en Los anillos de Saturno. Luego, con el recuerdo de esa excursión, persiste "el horror paralizante que varias veces me asaltó contemplando las huellas de la destrucción que, incluso en esa apartada comarca, retrocedían a un pasado remoto. He aquí quizás el motivo por el que, justo en el mismo día, un año después del comienzo de mi viaje, fui ingresado, en un estado próximo a la inmovilidad absoluta".
Dos años más tarde, Sebald empieza a relatar ese periplo. En este caso, la indistinción entre el autor y el narrador pretende servir de garantía de veracidad de los hechos acontecidos —y las fotos que ilustran el relato cumplen el propósito de recalcar su tenor documental. Es así que, gracias a una escritura de inusitada elegancia, de metáforas y analogías que se desbordan copiosamente y de oraciones laberínticas de varias páginas, seguimos al hilo los escritos raros de Thomas Browne, la lección de anatomía inmortalizada por Rembrandt, la vida de Joseph Conrad y su descenso al infierno del imperialismo belga en el Congo, los restaurantes de platos infames en los que nuestro viajero cae una y otra vez, la extinción en vías del arenque, la batalla naval de Southwold en 1672, la visita a un museo de la marina o al escritor Michael Hamburger, las memorias de Chateaubriand, la purificación étnica en los Balcanes durante la Segunda Guerra Mundial, las vidas tortuosas de los poetas FitzGerald y Swinburne, una maqueta del templo de Jerusalén, la guerra del opio en la China del siglo XIX, el paisaje asolado de la costa inglesa o incluso el desarrollo de la sericicultura.
Las ensoñaciones de este paseante solitario podrían resultar inconexas, sometidas al capricho de la digresión. No obstante, los episodios y figuras de la historia que comparecen obedecen a un designio: revelar que la modernidad no es sino un proceso de aceleración de la destrucción. La mención de Descartes, a quien el narrador reprocha haber realizado un aporte esencial a la historia de la sujeción, hace explícita la visión que sustenta el relato.
Sebald acata los avances técnicos y la industrialización como catalizadores de la voluntad de poder y exterminio propia del devenir humano. Cada elemento que desfila por sus páginas apunta en ese sentido. De ahí que su cometido se emparente con la arqueología, siendo nuestra especie aquella que, al obrar en su propia aniquilación, no para de sobrevivirse a sí misma —lo que vamos recorriendo son las capas sucesivas, los vestigios de la destrucción (o de la supervivencia).
La parálisis que marca el comienzo del relato es síntoma de una vida condenada: "Pero cuanto más me acercaba a las ruinas tanto más se desvanecía la idea de una isla misteriosa de los muertos y me figuraba estar entre los restos de nuestra propia civilización perdida en una catástrofe venidera".
Apocalypse Now
Este breve repaso a tres obras permite evidenciar algunas características que poseen en común. La primera es que ninguna es precisamente una novela histórica. No hay una puesta en escena de la transformación del modo de vida de un periodo determinado ni de dinámicas en pugna —ni siquiera aspiran al retrato de época. (La única con cierta fibra épica es Zona, pero no hurga los resortes del conflicto en que se injerta, es decir, la implosión de Yugoslavia.) Son textos cuya obsesión es la historia, pero que eluden la exploración de un momento histórico en especial: al descenso en las profundidades anteponen la travesía —el ejemplo contrario sería Las benévolas de Jonathan Littell.
A este modo de encarar la historia no es ajeno el hecho de que, página tras página, transpire la duda: ¿qué hacer con los campos de concentración? Incluso Zona, que escenifica la guerra de los Balcanes, se detiene en el umbral de las alambradas. A la hora de tocar esta experiencia se la aborda por la tangente, se echa mano de la narración ajena. El campo es el agujero negro de esta literatura, constituye su límite infranqueable.
Tal duda es válida: ¿qué representación logra no degenerar en espectáculo? La cuestión del derecho de entrada en este terreno se impone de facto. En este caso, al parecer la única escritura capaz de valerse de ese pase (de ese peso) es la testimonial, la escritura de los sobrevivientes. No obstante, es esa sombra, la del campo de concentración, la que emana el cuadro de la destrucción en cada línea —es sencillamente su cristalización, su abyección suprema. Así lo escribe Magris: "nada mejor que este vacío para explicar la imposibilidad de representar lo que sucedió entre estas piedras [...] Solo quien ha estado en Mauthausen o en Auschwitz puede intentar explicar aquel horror radical". Quizás sea esta imposibilidad lo que determina el recorrido que se hace de la historia —en buque y no en batiscafo.
Y por lo mismo, se consuma la primacía del viaje. El desplazamiento le permite a la narración asumir una historia que rebase el ámbito nacional, juntar los sucesos de un conjunto más vasto —ya sea geográfico (el Danubio, el Mediterráneo) o histórico (la modernidad). No por gusto el origen del narrador carece de relevancia a la hora de disecar el territorio que atraviesa —aquí lo autóctono se ve desposeído de su plusvalía habitual. Es la exterioridad, su carácter apátrida lo que en realidad le concede al narrador desvelar aquello que vertebra el mundo en que penetra. Lo cual desemboca en una ficción histórica a mil leguas de la búsqueda de los orígenes o de la armazón nacional(ista) de la novela histórica clásica.
Esta dilatación del espacio se acompaña de una contracción del espesor histórico del relato o, en otros términos, de una prioridad de la geografía (Magris, Enard) o de la biología (la pulsión de destrucción en Sebald) sobre la historia. Inversión que tiene como ventaja la asociación de sucesos disímiles, o diácrónicos, bajo un mismo conjunto, induciendo así otro acercamiento al pasado —quizás otro entendimiento. Pero justamente las luces que promete se revelan tenues, y aquí radica el escollo de tal estrategia.
A fin de cuentas, todo el devenir se ve sometido a la variable de elección (exclusión-integración danubiana, exterminio a manos de la modernidad, baño de sangre mediterráneo): cualquier acontecimiento histórico, preso en estas coordenadas, termina por resultar indiferente; como si todo lo sucedido y por suceder no fuera más que un presente perpetuo —en el que nada cambia o en el que todo cambio es una repetición de lo mismo.
La decisión de no incurrir en un tiempo y lugar determinados veda el acceso a los detalles en los que se fragua la historia —la historia, como Dios, está en los detalles. La travesía por un pasado recompuesto al estilo de un rompecabezas, en el que las épocas se imbrican sin trabas, conduce a diluir la historia en una especie de ahistoricidad. Lo que sustenta esta fijeza de la historia es la certeza de estar de vuelta —certeza que clausura la historia.
Y probablemente sea la ahistoricidad lo que conlleve a la omnipresencia del discurso referido en estas novelas. Que buena parte de ellas sea la retranscripción, la reescritura de las fuentes más diversas —relatos, reseñas, biografías, artículos de periódico, memorias— puede explicarse por una estrategia que busca producir una continuidad histórica según el tema privilegiado: el mosaico mitteleuropeo, el estado de guerra perpetuo, el cataclismo de la modernidad. Pero no lo es todo.
Al final de Solaris, la ingeniosa novela de Stanislas Lem, Kelvin se pregunta cómo resignarse a la idea de que cada hombre reviva tormentos antiguos, que al repetirse se vuelven más profundos y más cómicos a la vez. Si la existencia humana se repite, bien, "¿pero que se repita como una canción trillada, como el disco que un borracho toca una y otra vez echando una moneda en una ranura?".
Es esta aprensión la que se impone en nuestros relatos: la de una experiencia que no es más que repetición, un folletín gastado, sin siquiera viso de autenticidad y, por lo tanto, un descreimiento en la vida contemporánea —una vida mutilada— que apenas se atenúa al convertirse en el eco de voces y vidas pasadas: contrarrestar el ciclo de la repetición, repitiendo las voces que nos precedieron. Paradoja que inclina a más de una lectura. Restituir las experiencias de otra época sería, en efecto, un modo más adecuado de rozar el núcleo de lo real —si convenimos que nuestra existencia tardía, viciada, nos lo impide. O bien, al modo del Pierre Menard de Borges, que se afanaba en reescribir Don Quijote tres siglos después, la sola reconstitución del texto en otro contexto depararía otros sentidos. Y en esa apuesta irrisoria, la de obtener un sentido a fuerza de repetición, se halla tal vez la única escapatoria al limbo de la supervivencia, a esa espera de la catástrofe en que se ha convertido la historia.
--------------------------------------------------------------------------------
Este texto, traducido del francés por Vanessa Pujol, apareció originalmente en Le Cité.