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“La Iglesia de la Calentología” por Jesús Lainz.
Un buen día, a mi admirado Forrest Gump se le ocurrió echar a correr. Y como les suele suceder a los tontos, obsesivos por naturaleza, le cogió tanto gusto que siguió, y siguió, y siguió, y siguió… Por el camino se le fueron sumando adeptos. El primero de ellos confesó secundarle porque, al verle correr de costa a costa, díjose para sí:
–Aquí hay alguien que tiene las cosas claras, alguien que tiene la respuesta, así que le seguiré hasta donde sea.
Tras aquel primer discípulo, se le fueron sumando muchos otros. Pero un día, en medio del desierto de Utah, tres años, dos meses, catorce días y dieciséis horas después de haber comenzado su carrera, Forrest se detuvo.
–¡Silencio, silencio! Va a decir algo –ordenó uno de los seguidores.
–Estoy cansado. Me voy a casa –anunció con débil voz el maestro.
Y tras el primer estupor, preguntáronse angustiados:
–Y ahora, ¿qué hacemos nosotros?
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