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Como teólogos medievales enzarzados en una de sus polémicas doctrinales, los políticos españoles han adquirido el penoso hábito de excomulgarse mutuamente. Sería risible si lo que estuviera en juego fuera algún oscuro e intrascendente dogma, y no la gobernación —y quién sabe si la preservación— de un país. El último en imponer su anatema ha sido Ciudadanos, precluyendo cualquier posibilidad de pacto postelectoral con el PSOE. Si electoralmente la decisión es buena o no, ya se verá. Pero si a muchos hunde el ánimo es porque era al partido centrista al que se presumía el mayor grado de apertura, versatilidad y antidogmatismo en sus planteamientos.
Por desgracia, apertura, versatilidad y antidogmatismo parecen pasivos y no activos en la lucha electoral moderna, basada no en la liza entre propuestas constructivas, sino en la generación de objetos fóbicos contra los que el electorado pueda “movilizarse” (obsérvese el carácter netamente bélico de este verbo tan usado entre nosotros). De ahí la moda de promover mociones solo para que el rival “se retrate” votando con terceros juzgados indeseables o el hecho curioso y triste de que la posesión de una foto pueda ser considerado el principal argumento de campaña.
En descargo de Ciudadanos, cabe recordar que la práctica de sentenciar el carácter herético del pacto con el rival viene de antes. La deriva sectaria de la política española arranca en el Pacto del Tinell de 2003: socialistas y nacionalistas se comprometían “a impedir la presencia del PP en el gobierno del Estado”, inaugurando una tóxica política del cordón sanitario a la mitad de la población que llegó a su escuálida cima en 2016 con la estéril opción del PSOE por el “no es no”. Y hace poco nadie afeó a Podemos que impusiera su propio veto a Ciudadanos.
La demonización sectaria del rival es mal extendido de la política española y cuesta creer que la critique quien la ha practicado sin recato. Tampoco puede sorprender que una estrategia electoral basada en el uso y abuso de etiquetas infamantes —anticatalán, machista, xenófobo, ultraderechista, facha— haya acabado por desplomar los puentes que unían a la izquierda con el centro.
Una mala noticia, en fin, para los que querríamos que lo sometido a debate racional fuera —dentro de la Constitución— el contenido de los pactos y no con quién se pacta, y que, en consecuencia, lo vetado fueran propuestas y políticas, no nombres y siglas. Repitámoslo tanto como haga falta: solo generando consensos en el centro la sociedad española reunirá las fuerzas precisas para afrontar sus desafíos. Este año se celebra el centenario de un regimen democrático que se derrumbó cuando la coalición parlamentaria que lo sostenía —la famosa coalición de Weimar, que incluía en su seno a socialdemócratas, liberales y conservadores— se mostró incapaz de llegar a acuerdos. Maldito homenaje que le estamos haciendo.