A un clic de distancia
Tú solo, encerrado en una habitación sin ventanas, con la puerta blindada y los muros insonorizados, sentado en un sillón anatómico delante de una pantalla, tu cara y tus manos iluminadas pálidamente por su claridad, puedes pulsar una tecla y hacer que un instante después, a miles de kilómetros de distancia, en un paraje de ruina y desierto, un grupo de personas Âdesaparezca borrado por una explosión, o de un momento a otro se convierta en un vendaval de sangre y vÃsceras y cuerpos humanos descuartizados.
Hay gente que hace eso. Pasan largas horas delante de un ordenador como participantes obsesivos en un videojuego online. Visto desde el lugar del encierro, desde el interior de la penumbra insalubre de un cuarto poco ventilado, quizá con olor a café enfriado y a pizza de cartón, la distancia entre la realidad y la ficción es inapreciable. En la pantalla se ven esas imágenes de vuelo y de vértigo de los videojuegos: el mundo desde arriba, a unos centenares de metros del suelo, en un silencio de globo aerostático, de paseo en ala delta. Desde arriba, en vertical, en picado, se aprecian las formas de la superficie de la Tierra, con una extraordinaria intensidad plástica, como desde la ventanilla de un avión que va perdiendo altura unos minutos antes del aterrizaje: las hondonadas de las torrenteras, la curva de ballesta de una autopista, la pureza de las formas orgánicas, el curso de un rÃo como el de una arteria, la lisura de hoja otoñal de los campos de secano, la cuadrÃcula de una urbanización con sus casas como maquetas diminutas.
Pero el aparato que sobrevuela esos paisajes puede no tener ventanillas, porque no lleva dentro piloto ni pasajeros. Es un extraño aparato cilÃndrico, tan neutro en apariencia como su nombre, el eufemismo militar que lo designa, con esa mezcla de vaguedad y de lenguaje técnico que se reserva para las mentiras más letales: Unmanned Aerial Vehicle; el circunloquio es más perfecto, más técnico y aséptico todavÃa, si se reduce a unas siglas, UAV, casi alusivas a un platillo volante, VehÃculo Aéreo No Tripulado. Dron es el nombre vulgar. Ahora se pueden comprar drones para regalar en Reyes, pero esa tecnologÃa puede usarse para fines de mucha mayor envergadura. El dron, el UAV, vuela por los cielos del mundo sin respetar ninguna frontera, y las imágenes tan entretenidas que recogen sus cámaras aparecerán en la pantalla de un ordenador. Vuela de dÃa y de noche, sin descansar nunca, porque no hay piloto que pueda fatigarse. Si es de noche, enviará imágenes detectadas por rayos infrarrojos. Vuela en silencio y su cercanÃa no provoca alarma. Su cámara descubre unas figuras muy pequeñas que se mueven por un camino, en un paso entre montañas, quizás en Afganistán, en las regiones fronterizas entre Pakistán y Afganistán, donde cualquier Ejército que avance por tierra, por muy bien armado que vaya, correrá el peligro de una emboscada.
Pero el avance de la infanterÃa es una hazaña peligrosa y analógica. Mucho menos eficiente que la guerra digital. Hay también estupendos eufemismos para designarla: surgical strike, precision kill. Con su pulcra elocuencia, el presidente Obama ha informado de que gracias a los drones se puede delimitar desde el aire a terroristas peligrosos con tal exactitud que no se hará daño a nadie más: golpes quirúrgicos, ejecuciones de precisión. El atractivo de la tecnologÃa es tan ilusorio como el de la moda. Nos gusta imaginar una asepsia de pantallas lisas, de acciones culminadas tan solo con la leve presión de la yema del dedo Ãndice. En el fondo es también un atractivo teológico: la tecnologÃa como una variante de la brujerÃa. Nos cuesta aceptarlo, cuando tanta necesidad tenemos de dar crédito a algún polÃtico, pero en el caso de los drones Obama miente y ha mentido tan cÃnicamente como cualquiera de sus predecesores. Hay informes independientes según los cuales el porcentaje de error supera el 90%. Pero es que parece inevitable el eufemismo: porcentaje de error, como daño colateral, quiere decir muertos inocentes.
Los muertos no tienen cara: la flecha de un ratón se detiene sobre ellos y un momento después en la pantalla del ordenador se ve una explosión silenciosa, y luego, cuando se disipa el humo, una serie confusa de puntos negros, tan abstractos que hace falta un esfuerzo de la imaginación para aceptar que son fragmentos de cadáveres. En un documental recién estrenado que hiela la sangre, National Bird, de Sonia KenneÂbeck, miran a la cámara con expresiones insomnes de culpa tres militares americanos que estuvieron en la guerra sin pisar nunca el frente, dos mujeres y un hombre, analistas y operadores de drones, David, Heather, Lisa. Sonia Kennebeck es una mujer joven, de cara bella y tranquila, con un aire oriental en los pómulos y en los ojos rasgados. Lisa podrÃa ser un ama de casa de cuarenta y tantos años, una madre que vive en una urbanización y lleva a sus hijos en el 4×4 a la escuela o a las competiciones deportivas de los sábados. David es uno de esos hombres jóvenes que siguen pareciendo adolescentes cuando ya tienen treinta y tantos años, y es sin duda el más dañado, el más acosado de los tres. David, Heather, Lisa, no pudieron soportar el remordimiento de haber sido verdugos a distancia, verdugos asépticos de muy probables inocentes, y han dado la cara y han dicho la verdad delante de una cámara. A David el FBI le asaltó la casa y lo ha acosado tanto que ahora se encuentra en paradero desconocido. Heather, que tiene tatuajes en los brazos y lleva rapada media cabeza, podrÃa estar sirviendo copas en un bar nocturno. Está en tratamiento psiquiátrico. A Lisa y a Sonia Kennebeck las vi en persona en el cine de Manhattan en el que se proyectaba la pelÃcula, en el coloquio que vino después, valerosas y luchadoras, fortalecidas por la nobleza de una causa justa. Como en cualquier otra parte, por encima de nosotros, nos recordaron, volaban drones vigilantes. En un hangar de Miami o Las Vegas alguien pulsa un mando y al otro lado del mundo personas casi siempre inocentes y anónimas sucumben bajo una llamarada súbita.
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